¡¿Que pasa por la calle?!

16.7.13

Solos con ella


A mi viejo Chacho, siempre. A Pato. 
A los hinchas. A los nuestros.

“¿Y? Tocala boludo, abrazala! Es la Copa Libertadores!”.  Lucas no daba crédito a lo que sus ojos veían. A menos de dos metros de donde estaba parado, el señorial trofeo lucía arrogante toda su estampa. Era bastante grande, tanto que desde donde se encontraba, el recién llegado podía leer todas las chapitas con los nombres de los campeones: Boca, Peñarol, Cruzeiro, Independiente, Olimpia, San Pablo…y Estudiantes, otra vez. Un leve sollozo interno hizo temblar su respiración al leer el nombre de su equipo, y una lágrima empujó con prepotencia el portón del ojo, como cuando espera con los muchachos para que la cana abra la reja al final de cada partido.
Mencho lo despertó de su ensoñación con un suave pero firme empujón a la altura de los omóplatos, lo suficiente como para hacerlo aterrizar al pie de la conquista tan deseada. Cuando levantó la vista, su naríz quedó a centímetros de la lata, que ahora reflejaba la mueca incrédula de un hincha en estado de éxtasis. De pronto sintió la frente empapada, sus piernas flaquearon y las manos revolvían ciegas la cámara de fotos que yacía en algún remoto lugar de la mochila que llevaba consigo. Descubrió que quería decir algo, pero su lengua no respondía a la orden del cerebro. Unos segundos después, y no con poco esfuerzo, alcanzó a balbucear unos vocablos mirando levemente hacia atrás, casi con el ademán ya que en realidad no sacó nunca los ojos del trofeo. Lucas dijo, “¿Es en serio la copa?”
Lo que siguió, fueron los abrazos interminables con sus amigos de la cancha, que luego de haberlo dejado a solas con el asunto, asumían repentinamente el papel de sacerdotes bautismales en la puerta de recepción del mismísimo paraíso. La Copa, la verdadera, solo para ellos durante las próximas horas.
Bueno, “solos” es una forma de decir. Un poco más allá, dos señores que él no conocía charlaban amenamente y vaso en mano, algo apartados del grupo principal. Eran los dirigentes. Si no le habían informado mal, el canoso era el hermano de Beto. De ahí venía el arreglo.
En fin, cuando Lucas quiso darse cuenta, se halló a si mismo con un vaso de vino en la mano, riendo a las escupidas con un pedazo enorme de picado grueso y pan en el moflete. Oscar y Víctor estaban con la carne, y todos los demás con él incluido, habían copado la punta de una mesa larga plagada de platos, vasos, cubiertos y un batallón de vinos de distintas procedencias que cada uno de los comensales fue depositando a manera de ofrenda, luego de recuperar el aliento tras el impacto de tocarla. A ella.
Por supuesto, y como era de esperar, no se hablaba de otra cosa que del partido. Y los festejos. Bichi los hizo cagar de risa cuando contó con lujos de detalles, como sus hermanos lo hicieron cumplir la promesa de mearle el auto al tripero del depto de abajo, como si el tipo no tuviera suficiente con los gritos, las cornetas y las bocinas de la calle. Morelli y su hijo mayor, Santiago, se ufanaban del cajón de cerveza que se habían bajado en Belo Horizonte la misma madrugada del partido y Maxi, casi sin voz, se esforzó al límite para explicar como llegó a tocar a la Gata la noche de la municipalidad. Parecía mentira que solo hubieran pasado cinco dias. La emoción, las risas, el resabio de los nervios de la final, todo parecía un cuento fantástico, pero esta posibilidad de estar con la copa, era algo absolutamente impensado para él y para los demás. Sin lugar a dudas, estaba viviendo un momento colectivo histórico, pero además, era parte de un grupo de selectos elegidos, una especie de cofradía tribunera iluminada desde los cielos por Don Osvaldo, por Mangano o quién sabe que otra deidad misteriosa pero bien pincharrata, que por algún motivo que aún no alcanzaba a comprender, los había depositado a ellos en ese lugar tan privado, solos con ella.
Cada tanto se daba vuelta para mirarla, orgulloso. Pensó en su abuelo Carmelo cuando lo llevaba al pino de 115; en su viejo, plateísta acérrimo pero hincha como pocos; pensó en los pibes del barrio juntando las monedas para pagar el micro de la filial…pensó en su abuela atando nudos inútiles durante los años de malaria…”si no gana el pincha, no te desato”. Tantas tardes cabizbajas, arrastrando las patas por 1…Se le licuaron los ojos e hipó como un bebé.
Y ahora estaban ahí, masticando un costillar, tomando como reyes y llenándose la vista con la Copa, que presidía la reunión apoyada sobre una mesita que el dueño de casa le afanó a la hija de la pieza. De tanto en tanto,  Lucas relojeaba a los veteranos dirigentes que, más medidos y concentrados en su tarea de custodiar el trofeo, se habían acomodado en el extremo más cercano al improvisado altar y llenaban sus vasos con gaseosa light. Si bien eran educados y hasta gentiles con el grupo, lucían ese aire distinguido de los políticos, una pátina de superioridad que no les permitía jamás ser uno más, asumiendo desde el vamos la seriedad de la tarea encomendada. Beto pidió especialmente a los demás que “no le rompan las bolas a su hermano” (así dijo), preguntando intimidades del plantel o detalles de la interna del club, que esa era la condición principal del acuerdo por esa noche de exclusividad y que el que la rompiera, iría “a dormir la mona solo a su casa”. Claro que todos estuvieron de acuerdo, pero en la dinámica se escaparon algunas excitadas elucubraciones etílicas que incluyeron miradas cómplices hacia los silenciosos hombres de la Comisión, que respondían con leves sonrisas y gestos de brindis, como sacándose la cosa de encima. Y más allá de fugaces señales de acogotamiento de parte del Beto hacia el circunstancial infractor, hay que decir que los muchachos se comportaron bastante. Hasta ahí todo bien.
El problema, como casi siempre, arrancó por Oscar. El Oscar es de esos tipos tranquilos, mansos, de poco hablar. Esa gente de la que se suele decir “es más bueno que Lassie atada”. Asi es él. Pero…siempre hay un pero. Cuando chupa, se le sale la cadena. Mal. Y había una larga lista de acontecimientos que así lo avalaban. Anécdotas lógicas de 20 o 30 años compartidos en el tablón. Siempre saltaba la de la cancha de Colón, cuando tuvieron que salir corriendo de una fonda cercana al estadio sabalero porque Oscar se mamó con un tinto de la casa y se le dio por decir (¡por gritar!) que Unión se la bancaba más por tener los mismos colores que Estudiantes. El banderín rojinegro que colgaba detrás del mostrador pareció no ser suficiente advertencia. O en Córdoba, cuando pasado de fernet le quiso hacer un mano a mano a un kiosquero hincha de Belgrano con el que discutió acaloradamente un vuelto en un bolichito en el que pararon a comprar puchos. El tipo era el hermano del jefe de la barra celeste, y salvaron los dientes porque Maxi estaba afilado con la combi y pudieron rajar haciendo zig-zag cerca del Chateau. Así, muchas historias, capítulos oscuros en la vida de un hombre que en la semana se ganaba la vida laburando de portero de un colegio privado del centro, y al que a primera vista era imposible relacionarlo con alguna trifulca futbolera. Pero sabemos como es esto: la gente en la cancha se transforma, a veces al punto de asustar a sus propios amigos.
En fin, la cosa es que a los postres, ese pack de forwards que formaban los tintos y los rosados en la punta de la mesa, desapareció casi por completo, lo que en otros términos significaba que se habían tomado la vida. Lucas intentó varias veces pararse para ir al baño, pero entre la modorra y el mareo lo convencían fácil de no despegar el culo de la silla. Cuando por fin su vejiga era una bolsa a punto de estallar, se incorporó con la ayuda del hombro de alguien y encaró el baño con el firme propósito de evitar el balanceo, seguro blanco de burlas. Pero no fue así. Y no porque no se moviera, de hecho trastabilló con un pequeño desnivel que había a mitad de camino, que lo hizo darse discretamente la vuelta para saber si había sido alertado por los otros. Recién ahí cayó en la cuenta que todos estaban tan en pedo, que nadie podía hacerse cargo de mucho más que su propia humanidad. Cuando volvía de su pequeña aventura higiénica, luego de luchar por varios minutos contra la rebeldía del botón del trono, pudo ver el momento exacto en el que la Copa golpeaba duramente contra el cerámico, expulsando varios metros al hombrecito de arriba, que  aterrizó suave en la punta de una de sus zapatillas. Al ampliar la mirada el cuadro era dantesco: todos y cada uno de sus amigos, estaban paralizados y boquiabiertos, con el gesto desencajado del que le acaban de comunicar la muerte sorpresiva de alguien muy querido.
Automáticamente y sin saber por qué, los ojos de Lucas buscaron a Oscar, quién asumiendo su desgraciado rol, comenzaba a ensayar con lágrimas en los ojos, toda clase de justificativos banales e inentendibles por ilógicos, pero sobretodo, porque la mamúa le arrastraba las palabras hasta formar un matete insoportable, repetitivo y lacónico. Beto se abalanzó sobre él, que de no haber sido protegido por los demás, hubiera sucumbido bajo el enorme pedazo de quebracho que el dueño de casa manoteó a la pasada del bajo parrilla, con un claro objetivo destructivo. Al mismo tiempo, el dirigente que no era el hermano de  Beto, se desplomó en su silla aparentemente por un ataque de presión por el disgusto, lo que hizo reaccionar al resto de los muchachos, que permanecían congelados en sus asientos sin entender nada. El canoso arrancó a las puteadas y repartió amenazas por doquier, mientras abofeteaba a su compañero de la Comisión para hacerlo volver en sí. Así, de sopetón, la fiesta devino en tragedia de una manera tan poco lógica como la que domina al fútbol. Dinámica de lo impensado.
¿Pero que pasó? Aparentemente, (porque a ciencia cierta nadie vió el momento exacto del suceso), Oscar se paró de golpe con su cámara y quiso autoretratarse felíz y borracho con la trompa cerca del premio, pero en la maniobra se apoyó demasiado en la mesita, la que perdió una de sus patas y fue a dar con el trofeo al piso. Para matarlo.
Morelli, en su condición de cardiólogo, se encargó del dirigente desvanecido, que en pocos minutos recuperó la conciencia y, lentamente, la natural postura erguida. Otros dos lo trabajaban al Beto, que transpiraba como chancho y su piel no bajaba del bordó de la calentura. A Oscar se lo llevó Maxi en el auto, conciente de que su permanencia en el lugar era su segura defunción. El resto, con Lucas incluído, despejaron la mayor parte de la mesa grande y trasladaron la Copa con sumo cuidado, recordando las grandilocuentes maniobras de una obra en construcción. Una vez allí la reunieron con el golpeado hombrecito, que había sido custodiado especialmente en algún bolsillo para evitar el daño colateral del extravío. Y ahora venía lo más difícil: pegar el muñeco.
Por suerte, Beto pudo despejarse un poco luego de meter el mate en el chorro helado de la piletita del quincho, y recordó que en la caja de herramientas tenía uno de esos pegamentos con dibujitos de monos. Mientras fue a buscarlo, los demás debatían los pormenores de la operación, concientes que pendía sobre ellos la implícita amenaza del canoso dirigente que, como un poseso, se masajeaba las sienes al tiempo que parecía decirles con la vista “¡derecho de admisión!”.
Fue en ese momento en el que Lucas sintió que debía hacer un sacrificio, por el grupo, por el club y por él mismo. Algo muy importante estaba en juego y entendió que esa era la oportunidad histórica de devolverle a la institución todos y cada uno de los momentos maravillosos que le tocó vivir con la roja y blanca puesta, cada triunfo, cada batalla ganada, cada epopeya en tierras lejanas, e incluso, cada lágrima de tristeza por las derrotas sin las cuales hubiera sido imposible dimensionar el verdadero valor del éxito deportivo, que en Estudiantes fue siempre hijo de la humildad y el esfuerzo colectivo. Corrió su silla intempestivamente con el impulso de sus piernas y, poniéndose de pie, solicitó el pegamento con un enérgico movimiento de su mano derecha, tan convincente y decidido que sobresaltó al resto. Beto colocó la cajita amarilla en su palma tal como el instrumentista lo hace con el bisturí hacia el médico, y recuperó la posición, expectante como los otros de lo que iba a pasar. Entonces Lucas pidió a Mencho y a Santi que sostuvieran firme la base, al tiempo que él trepaba a su silla para ganar altura, la suficiente como para poder maniobrar cómodo. Estudió por unos instantes las distintas perspectivas, hizo varias pruebas de posición, y al fin, colocó una muy medida cantidad de pegamento en ambas superficies y las unió. Limpió los bordes con una pequeña gamuza húmeda y tomó distancia mientras largaba una gran bocanada de aire contenido. No volaba una mosca, y el silencio era levemente alterado por el ladrido de “Tom”, el perro de Beto atado en el jardín delantero de la casa.
“Ya está”, dijo al tiempo que se dejaba caer en la silla de mimbre. Los demás resoplaron exhaustos mientras pasaban sus manos cariñosas por el pelo y los hombros de Lucas, luego de comprobar desde todos los ángulos, que no se notaba en absoluto la quebradura del pequeño jugador. Si no hubiera sido por la parrilla y los banderines que colgaban de las paredes, cualquiera diría que se trataba de la sala de control de la NASA luego del alunamiento de Armstrong y compañía.
Los dirigentes no esperaron ni cinco minutos, y con cara de pocos amigos, colocaron sobre la Copa una franela color violeta que hasta ese momento pasaba inadvertida en uno de los rincones del quincho, e iniciaron la retirada sin saludar a nadie. El hermano del Beto, el canoso, se perdió por el parque con la carga y el otro, aún aturdido por el desmayo, demoró algo más en llegar a la puerta y cuando al fin lo hizo, giró el cuerpo, les apuntó con el dedo y disparó: “…y ya saben: si quieren seguir yendo a la cancha, de esto, nada a nadie. A na-die!”, poniendo el énfasis en la última palabra, a la que separó en sílabas como hacen los padres con los hijos. De más está decir que ninguno se atrevió más que a aprobar en silencio con la cabeza, y el más osado susurró un nada convincente “vaya tranquilo, Don”.
Lucas miró a su alrededor y no lo podía creer, el ambiente era de sala de espera de una terapia intensiva. Alguien tiró un chiste sobre Gimnasia como para distender, pero apenas logró arrancar una leve risita entre dientes. Víctor propuso hacer unos chorizos el sábado como para levantar el ánimo, pero nadie le dió pelota. “Bue, a apolillar que mañana se labura” sentenció Santiago mientras se paraba, y ninguno le discutió la máxima. “Haceme acordar que lo reviente a ese hijo de puta el domingo”, dijo Bichi jugando con las llaves del auto, ya de camino a la vereda. Estaban exhaustos por la tensión de lo vivido, tanto que ni siquiera repararon que de los nervios se les había ido el pedo a todos.
El aire fresco de la puerta pareció despabilarlos un poco más, y mientras se despedían apareció alguna de esas cargadas pavotas que solo los grandes amigos pueden permitirse sin falsedades. No había un alma en la calle, como siempre en La Plata a esa hora de un dia de semana.
Lucas encaró el auto, distante unos veinte metros de la casa del Beto. Abrió la puerta y entró tiritando. El rocío estaba espeso. Se quedó unos instantes pensativo, hasta que un agudo golpe en el vidrio del acompañante lo sobresaltó. Era Mencho, que sostenía su bicicleta con una mano mientras con la otra le hacía el inequívoco gesto de abrir la ventanilla.

“Viste, al final no era verso: la copa la levantamos entre todos”.

3.1.11

Felicidades


Las horas, los dias, meses y años, solo sirven para organizar nuestra memoria. Para nada más. Si no, que alguien me explique que es lo que cambia entre las diez de la noche del 31 de diciembre, cuando nos aprestamos a devorar el vithel toné, y las dos y media de la madrugada del primero de enero, cuando esquivamos una esquirla en medio de un acercamiento poco cauto a una explosión pirotécnica. Unas copas de sidra a lo sumo. No mucho más.
Le he dado vueltas al asunto y a la brillante conclusión que llegué es que, ni más ni menos, el o los cambios se producen en la cabeza de las personas. O en sus almas, lo mismo dá aquí. 
Pensemos en procesos, ciclos, momentos y toda otra gama de clasificaciones temporales que ayudan a encuadrarnos de alguna forma para no perdernos en el mar de obligaciones, plazos, límites y toda clase de cinturones del espíritu que el ser humano ha impuesto a su propio andar por la Tierra. 
Ok, la organización de la sociedad necesita de ellos para funcionar correctamente, como lo hace hoy...Pongamos que esto es así. Ahora yo digo: encontrarle la vuelta a todo este asunto, es cosa de cada cual. Ver la trama de la Torre de Babel no es tarea de magos o dioses, sino un laburo existencial que requiere más de intenciones que de experiencias, aunque estas ayuden tanto para conocerse a si mismo. A nuestros límites.
Porque ahi sí que los límites son bien visibles, dentro de uno me refiero. Sabemos o intuimos cuando algo no dá para más. Sentimos el desgarro de lo que se rompe y vamos saboreando despacio la dulzura de un comienzo. Atesoramos lo justo y necesario para poder volar, o decidimos con la inacción mantenernos aplastados en tierra firme, cargando enormes alforjas de desazón crónica. Elegimos creer en la mentira y vivir en ella, como el personaje traicionero de Matrix, o arriesgar de una vez los ojos ciegos de luz para sacar la cabeza del agujero y despegar los párpados embadurnados de intrascendencia egoísta y material. Y ver de una vez que somos esta mierda que somos, pero queremos cambiar para poder volver a cambiar, caminando, equivocandonos. Humanos y errantes.
Volvamos al calendario, a las fiestas. ¿Sirven para algo? Si, para engordar con justificación. Para cumplir, para reir, para llorar, para beber lo que no se bebió en todo el año o para continuar la chupadera, según el caso. Para verse por fuera, actuando las más de las veces. Para recordar. Y para fijar nuevos plazos ficticios.
Y lo digo no por descreído, sino porque esas metas no son más que pura bocinería cuando no hay un convencimiento profundo del cambio. De dejar vacía esa cáscara que fuimos hasta hoy, para pegar el salto y transformarnos en el fruto de nuestro propio esfuerzo interior por ser mejores personas de las que fuimos hasta ahora. 
Por eso propongo desde aqui una nueva función de estas fiestas, que coinciden para nuestros occidentales cerebros con el fin de año: un momento de reparación interior, de convencimiento de nuestras fuerzas y de verdadero compromiso con lo trascendente, con lo que nos dá  verdadera felicidad, si es posible bien lejos de cualquier objeto material y de la omnipresencia de ese gran perturbador que es el ego.
Cada uno establecerá por qué caminos andarán sus respuestas. Algunos prefieren llamarle Dios, otros las sentirán en la maravillosa brisa que dá el ser libres, y algunos más las tocaran en las manos de sus hijos. Es indistinto. Lo más importante, siempre, será saber que bajar los brazos es la opción que no debe estar en el menú navideño.
Solo así serán felices las fiestas.

29.3.10

Miedos


“¡No somos nada!”, susurró Angélica Ordoñez al tiempo que apoyaba su condescendiente diestra en el hombro de Virginia, la mujer del malogrado dueño de la Ranger negra. Víctor, asi se llamaba el difunto, tuvo la mala idea de enfrentar a escopetazo limpio a los chorros que entraron a su casa, con tanta mala suerte que al trabarse el arma uno de los cacos le saltó encima y lo mató de un fuerte culatazo en la sien.
Ahora estaban todos menos el renegado de Laporta, quién dijo que él “no perdía el tiempo en pavadas”, electrificando esa misma tarde las rejas de su jardín. Los demás iban llegando de a uno o en pares a la casa de Estelita, una anfitriona de lujo que había preparado té con scones, aunque el ánimo no estaba para bollos.
Virginia restregaba un pañuelo blanco sin poder dejar de lagrimear. Había rehusado más de una vez el pedido de varios de los presentes de irse a descansar, mientras repetía casi mecánicamente que tenía que estar “en nombre de mi marido”.
Caía la apacible tarde de abril y nadie le hacía honor a los scones. Solo Virginia sorbía la infusión ya helada, con los ojos encastrados en la adorable vista vegetal que se colaba por el enorme ventanal de la sala.
El grito de gol de Axel, el mayor de los dueños de casa, sobresaltó a la vieja Ordoñez, quién se llevó la mano al corazón como el que percibe la cercanía del infarto. Estelita hizo que el chico apagara la Play, mientras se deshacía en disculpas con sus vecinos. La tensión dominaba el ambiente y a nadie se le caía una idea.
Trataron sin suerte de no redundar en los hechos del último domingo, por respeto a la viuda presente, pero el tema volvía con cada ejemplo de posible solución, que eran en realidad la enumeración de viejas e inútiles recetas.
Se habló de una Comisión de Seguridad, de cambiar la empresa de vigilancia, de un arreglo con el comisario y hasta de trampas para osos…
La noche era ya una realidad cuando Vicente Dupont se paró y se fue, no sin antes largar su acostumbrada perorata: “hay que ir a la villa con unos cuantos bidones de nafta…a la noche nadie se va a dar cuenta…yo pongo la camioneta. Hay que matarlos a todos”.
Estelita se entristeció por dentro. Juan, su marido, la miraba con ojos vidriosos y pensaba que nunca antes había compartido una tarde con sus vecinos. Extrañamente no lo sorprendió ese pensamiento.
La reunión se levantó sin novedades. Quedaron en seguirla el otro sábado. Jugaba River y Mastrossimone trotó por el sendero de piedras que marcaba la salida de la propiedad. Tenía platea permanente y estaba llegando tarde.
El resto lo siguió. Virginia fue la última en salir. Estelita la despidió con un fuerte abrazo. Se podía decir que eran amigas.
Algunos grillos raspaban las patas y los perros comenzaron su sinfonía nocturna. En la cocina Estela encontró a Adelfa, la doméstica, hablando por teléfono. Otra vez, si. Se paró frente a ella en silencio. La mujer, al percibirla tras de sí apuró el dialogo y cortó. Sus últimas palabras fueron “si si, está todo bien, todo tranquilo, chau”.
La patrona la miró y Adelfa ensayó una disculpa algo confusa: “era mi mamá. Tiene 90 años y no está bien…tiene miedo de morirse, vió como son los viejos…”.
Desde arriba, atronador, Axel volvió a gritar un gol virtual.

12.4.09

Drogados

Drogados somos todos genios. Visionarios de vanguardias, observadores natos, músicos, pintores y poetas. Encantadores.
Drogados lo oscuro clarifica el aura, y vemos la verdad pasar en bolas frente a nosotros. Tenemos la posta, somos indiscutibles. Canchereamos la respuesta, la dejamos vibrar un poco más en los labios, y la tiramos fuerte a la mesa, como un bife.
Drogados tenemos la justeza de cuando llegar y cuando partir, como capitanes aviesos. Medimos, pensamos, pero todo rápido. Planificamos espontáneamente y derribamos planes con la misma sana facilidad. No nos responsabilizamos por nuestros versos sin música y vamos por ahí probando con la trompa expuesta.
Drogados la vida es simple y difícil. Cambiamos. No nos importa mientras la lógica siga sonando lindo adentro, en el eco.
Drogados no mentimos. Como chicos o locos. Todo explota en la cara, ignorando las diplomacias que retardan el mensaje final. Escupimos venganza y risa. Nos exponemos.
Drogados creemos volver a los juegos. Al mejor escondite, a la mejor jugada, a la mano que roza y excita la carne de niño. Volvemos para jugar.
Drogados sabemos la respuesta a todos los acertijos, aunque nunca podemos recordarlas cuando la fría realidad nos vuelve en balde sobre la cabeza. Y nos quedamos pensando en cuanto ayudaría recordarlo.
Drogados queremos sin límites. Nos aferramos a cualquier cosa que guarde referencia con el universo. Anclamos en otros sin dejar de flotar. Miramos transparente y vemos tras las paredes.
Drogados tenemos la firme convicción de que el mundo tiene solución. De que vivir tiene sentido y además es hermoso. Mil revoluciones se tejen en la oscuridad de mil patios vetustos. No consuman pero alimentan y renuevan.
Drogados somos cínicos, irónicos, ácidos, absurdos, patéticos. Somos desagradables sujetos sin amabilidad, maleducados y peligrosos al andar como un camión viejo. Torpes.
Drogados no tenemos prisa porque el tiempo se detiene y de golpe podemos pensar. Nos acordamos de pensar y de crear, el rústico proceso que nos hace diferentes.
Y nos salvamos, nos enterramos, perdemos, vaticinamos, sufrimos, reímos, contamos y nos disfrazamos de lo que venga para zafar del lugar común que nos transforma en seres mediocres, indistintos, iguales ante la ley.
Drogados somos todos genios. Los genios drogados, son los tipos más infelices del mundo.

3.4.09

Persuadido

Imágen que presidió la mesa de mi casa durante 20 años

Siempre me emocionaron las manifestaciones masivas espontáneas, ya sean para apoyar causas y líderes o para festejar logros deportivos, políticos o sociales. Aún sin haberlas vivido más que en documentales, el 17 de octubre o los funerales de Yrigoyen, Evita y Perón me han llenado los ojos de lágrimas ineludiblemente cada vez que vi “La república perdida”. Chicos, mujeres, viejos, laburantes y hasta soldados lagrimeando ante el cajón del general: no es algo que pase por lo racional o la simpatía política, sino la aceptación lisa y llana de un clamor popular por algo o alguien que ha generado sentimientos profundos en una cantidad importante de connacionales. Nada más que agregar.

Ahora, cuando el análisis profundo nos convoca, creo que el sentimentalismo cuasi publicitario de los medios masivos debe dejarse a un lado para poder elaborar reflexiones que nos acerquen verdaderamente al personaje o hecho en cuestión. La acuarela colorea, más no cubre.

Se murió Alfonsín. El Alfonsín de mi viejo, de mis abuelos, de mi tío. El que colgó dentro de un cuadro durante más de 20 años en el comedor de mi abuela. El de la casa está en orden, felices pascuas, a vos no te va tan mal gordito y el de la democracia que dá de comer, cura y educa. El de los brazos unidos y en alto para señalar la victoria y la confianza. El de los bigotazos. El de la calcomanía con los colores de la bandera y las siglas RA. El Alfonso. El tipo que me hizo decir muy seguro en mi niñez “yo soy radical”. Raulito. “Mi presidente”, decía la abuela aún muchos años después de verlo abandonar Olivos.

Nunca me voy a olvidar la vez que mi viejo me arrancó de la cama temprano para remontar el tren hasta la Capital, esa ciudad grande y con olor a humo, que ese día hervía de gente. Mucha, toda junta en una plaza gritando nerviosa, cantando. Banderas albirrojas, banderas albicelestes, y ese señor que salió de un edificio grandote para decirnos que la casa estaba en orden. Yo subido a un banco, mi papá abajo, emocionado.

Me pasé los siguientes 15 años desarmando esa figura intocable. Lo hice por motus propio, porque a pesar de mi estirpe radicheta mi conciencia tenía sus personales caminos trazados de antemano. Tanto fue así, que el Ex terminó siendo para mi una figura clarmente repudiable. Y el tiempo me dio la razón al poder ser testigo mudo de la decepción de mi familia con el correr de los años y las agachadas perpetradas por el otrora símbolo partidario.

¿Alfonsín es el padre de la democracia moderna argentina? No creo. Ese retorno del 83 decantó solo, con un gobierno de milicos ya sin quórum popular y con el trabajo grande realizado: eliminación del enemigo subversivo y entrega del país a los intereses foráneos-criollos del más acérrimo capital concentrado. ¿Para que seguir después de Malvinas? Habían pasado 7 años de “Reorganización Nacional” y ahora había llegado el momento de, puestas las cosas en su lugar, devolver el país a la clase media que esperó, espera y esperará solo la propia estabilidad.

Ahí llegó Alfonsín, con una oratoria como pocas en la historia de la política criolla, enfrentando a una derecha escondida aún bajo las botas, una izquierda totalmente desarticulada, alguna tibia opción progresista como el PI y a un justicialismo aún sin rienda luego de la partida del general. Y los pasó por encima a todos, especialmente después del mayor error proselitista del siglo, como fue la quema de ese cajón con los colores radicales por parte del semianalfabeto Herminio. La gente no quería más violencia. Quería sacar las urnas de donde estaban guardadas para votar e irse a luego a descansar bajo el manto protector de un nuevo padre. Y ese papá había llegado con este señor de verba clara y encendida.

Ahora me pregunto: ¿Qué diríamos hoy si en lugar de Alfonsín el candidato radical hubiera sido el que perdió la interna, o sea Fernando De la Rúa? ¿Chupete sería el padre de la democracia? O peor, ante una eventual derrota radical: ¿sería Luder (un digno representante de lo más derechoso del movimiento nacional y popular) la insigne figura de la república?

Es innegable que algunas de las cosas buenas que hizo Alfonsín (que las hizo), especialmente en los primeros 3 años de gobierno, las hubiera hecho cualquiera con dos dedos de frente. También que tener en el mando a un tipo formado en la tradición democrática, honesto e inteligente, era mucho mejor empresa que cualquier uniformado manchado de sangre. El nuevo presidente fue el abanderado, tanto adentro como en el mundo de un retorno de la Argentina como país serio que buscaba renacer de las cenizas en las que fue sepultado por el escarnio castrense. Dialogó con todos, reanudó relaciones internacionales prohibidas años antes, se apuró a resolver problemas urgentes y se preocupó en hacer respirar al país los nuevos aires que los liderazgos socialdemócratas ochentosos venían imponiendo.

Nueva pregunta: ¿fue Alfonsín entonces un gran presidente? No creo. La ley de divorcio, la solución (¿?) del conflicto con Chile y el juicio a las juntas, no pueden tapar la enorme crisis económica en la que nos sumergió (¡basta ya de la cháchara del “golpe de mercado”!), el retroceso cobarde que simbolizó el punto final y la huida desesperada del poder, cuando ya la plaza no se llenaba para bancarlo sino para repudiarlo.

Todo lo bueno que pudo hacer gobernando, tampoco alcanzó para hacernos olvidar que se sentó como “opositor” a trenzar la rosca que le daría la posibilidad al nefasto de Anillaco de transformar al pais en el falso Miami que fue en los 90. O sea: el gran demócrata fue co-responsable del saqueo, el despilfarro y la vergüenza de la segunda década infame. No mató, pero lustró el bufo antes de que otro lo usara.

Como corolario, “el padre de la democracia” apadrinó al monstruo bifronte aliancista, un engendro condenado al fracaso desde el mismo momento en el que la ortodoxia radical (con su santo y seña) decidió apoyar a un arteroesclerótico a la presidencia, que se fue como él, huyendo pero esta vez a los tiros. Cuarenta argentinos asesinados así lo atestiguan.

Desde entonces, y continuando la tendencia retráctil de su accionar, se dedicó a manejar en las sombras las ruinas de su propio escudito, tristes retazos de lo que supo ser el partido revolucionario de Alem e Yrigoyen. Nadie lo pudo reemplazar en ese rol, y nadie lo hará. Como Illia, no se fue del poder pleno de lujos. “No robó”. Quizás no sea mucho, pero fue motivo más que suficiente para que sus correligionarios hayan desempolvado las boinas blancas y lo acompañaran envueltos en lágrimas hasta su última morada.

Quizás también lo sea para que las agencias de negocios a gran escala (los medios masivos) hayan armado un circo fúnebre de dos dias completos de duración en el que otros muertos menores (los de la inseguridad, los del dengue, los de hambre), se hicieron invisibles, generando una realidad dentro de otra que ellos mismos inventan a diario (te cambio la cadena del miedo por la cadena del luto).

Su vida será razón de reverencia para muchos. No para mí. El “honestismo” (Caparrós dixit) es condición necesaria pero no suficiente ante semejante homenaje. Por más que hago fuerza, Alfonsín me sigue sonando a hiper, a miseria, a plan austral, a traición a las Madres, a huida de la responsabilidad, a acuerdo espúreo, a bipartidismo, a abrazo con Menem, a abrazo con Cafiero, a abrazo con Duhalde…en definitiva, a asado eterno con los “barras” del enemigo-amigo. A rosca.

Por lo que excusándome nuevamente por lo ingrato del planteo, insisto: estoy absolutamente persuadido de que en esta no me engancho. Y sepan disculpar lo descortés de mis palabras hacia un finado reciente, pero a mi no me dolió en absoluto su partida de este mundo.

Papá hizo ese mismo viaje hace unos años, incluso antes que el abuelo decidiera finalmente descolgar la imagen del presidente de la pared de casa. Esa es mi única tranquilidad. La de no tener que llorar su llanto por Alfonsín, el hombre que le llenó el pecho de orgullo alguna vez.

El sí se hubiera puesto muy triste por todo esto. Yo no.

15.10.08

Desde adentro


El gordo me mira con un gesto de fastidio desde su silla, mientras Steven Seagal golpea con furia a un par de narcos abusadores…

- Flaco, no te pongas pesado porque cobrás.

Me callé claro. Busqué una posición más cómoda, si es que puede existir tal cosa dentro de un calabozo de dos metros cuadrados, y me quedé mirando fijo con ojos vidriosos, el culo del televisor desde el cual el ícono de la violencia policial yanqui hacía justicia…
El tiempo no pasaba. Se había detenido en esa oscura comisaría de barrio donde mi libertad se tomó descanso. Y la cabeza iba a mil, imaginando sufrimientos ajenos por mi, diagramando posibilidades de escape, pensando lo peor.
La conga fue completita: detención callejera, revisación, tirada de caja, esposamiento, patrullero, puesta en bolas, sacada de cordones, patrullero de vuelta, revisación médica, otra patrulla, pericia y finalmente, calabozo. En el medio, sermones, muchos.

- ¿Tu mujer está embarazada? Lo hubieras pensado antes, ahora ya fue.

- ¿Vos no sabés que no podés andar con esas cosas por la calle?

- Ni un poquito ni nada, no podés andar con droga en la via pública.

- Estás hasta las manos flaquito eh…

- Está mal lo que hiciste flaco, metételo en la cabeza. Es ilegal.

Ilegal, fuera de la ley. O sea, extrañado de las reglas que han sido confeccionadas por especialistas para la armoniosa convivencia de los ciudadanos. Ok. Es entendible. Ahora me pregunto: ¿las leyes son algo inamovible, inconmovible, eterno? ¿No están acaso “al servicio de la gente”, y no para esclavizarla? ¿No tienen la obligación de adaptarse a los tiempos que corren? Y si no lo hacen, ¿no corren el peligro de tornarse anacrónicas?
Hoy todo el mundo fuma marihuana. Al menos un 60 % de los que tenemos entre 18 y 35 lo hacemos. En menor o mayor medida se disfruta de la hierba que trae calma a nuestra cabeza, luego de dias de stress y locura “ciudadana” y legal. Porque que millones padezcan hambre es legal, que un arteroesclerótico maneje un pais y mate 40 personas es legal, que cualquier infelíz porte chapa y fierro es legal, que un borracho apriete el botón nuclear también lo es…pero que yo me fume un churro es un delito inconcebible, vea usted.
Vuelvo a la 4ta. Si, porque estuve en esa dependencia.
El gordo, el oficial a cargo de la custodia de semejante criminal (un sargento o cabo creo), intenta algo parecido a una disculpa:

- ¿Sabés que pasa? Si no te trato así, los oficiales jóvenes toman un mal ejemplo. No puedo ser blando delante de ellos porque si no no aprenden. Yo te entiendo, yo también cometo errores. ¿Entendés? Yo soy de la policía vieja…

Entiendo. Demasiado entiendo. Le digo que si. ¿Que otra cosa puedo hacer desde un calabozo lleno de diarios mugrientos, con olor a meo, oscuro y frio?. El afuera, con el fierro en la cintura y cara de John Wayne del subdesarrollo.
Ya no insisto con preguntar que va a ser de mí. Solo espero que pase algo, malo o bueno, pero que algo me saque de ahí y me dé la posibilidad de llamar a mi familia y comunicarles mi carácter de “detenido”, que es mejor que el de estar como López o bajo las ruedas del Oeste. Pero sigo además, en carácter de “incomunicado”, por lo que no me queda otra que seguir maquinando. Espero.
Hace un rato nomás participé de una de las mayores payasadas de las que tengo memoria en mi vida. Me llevaron hasta una de las oficinas en donde me esperaban una fauna de milicos que me miraban como se contempla a un deformado, con esa mezcla de odio y lástima, bañada de una desagradable sensación de compasión barata. También estaban los dos testigos del hecho: un pendejo de porra y remera hardrockera que nunca quiso mirarme a la cara y un muchacho de aspecto humilde, muy probablemente albañil, con una mochilita raída y un gesto que bordeaba entre la tentación de risa y la solidaridad muda. Me gustaría mucho saber que pensaría, como también lo que pasaba por la cabeza del oficialito que me detuvo, un correntino más negro que yo y al que cagaron a pedos toda la tarde por no seguir correctamente el procedimiento (y ser un poco más humano conmigo).
En fin. Eramos como diez en una oficinita con dos escritorios mínimos, un par de sillas y una computadora en la que uno de los botones escribía los detalles del evento. Otro rati, un oficial de narcóticos, dirigía la batuta con un aire ligeramente doctoral, con sus lentes de rata miope y el bigote descuidado. El se encargó de hacer las pruebas, rompiendo una ampollita con un líquido que al tomar contacto con la ganja se puso como la sangre, señal de que estábamos ante la presencia de un ilícito. Palmadas en la espalda de los compañeros que pasaban por la puerta entreabierta y preguntaban: “y, hubo suerte?”. “3, 3 gramos picados”, y la respuesta “por poco eh. Felicitaciones igual”. Y seguían.
Me vengo a enterar en toda esta movida que, si uno transporta menos de 20 gramos en un bloque (piedra decimos todos), se considera “consumo personal”, te hacen una contravención y te largan. En cambio si eso mismo o al menos 5 gramos está picado en algún recipiente o bolsa, se considera “venta” y estás hasta las manos. En limpio: zafé de pedo.
El Terminator criollo de la Bs As 2 que se hizo cargo de mi asunto, me miraba desde su metro ochenta y cinco como diciendo “la próxima no salís”. Y le dictaba entre sonrisas al otro de la compu: “Sustancia vegetal verde parduzca con olor nauseabundo”. Porque así figura la maría en los informes de ellos. Increíble pelotudez: ¿de olor nauseabundo? La gorra les apretó la sesera demasiado.
Salí de ahí más confundido que antes y me devolvieron a mi spa personal hasta que el mismo ganso que tomaba nota y parecía el clon del policia tonto de “Scream”, vino a decirme que estaban por largarme, y una segunda vez a anunciarme que “tenía visitas”, acto anterior a abrirme la puerta y encontrarme con parte de mi familia, que me esperaban angustiadísimos en el hall de la seccional.
Ni quiero pensar en lo que me podría haber pasado. Pero créanme que lo que llegó a pasar tampoco fue agradable. Ahí dentro creí que enloquecería y reventaría mi cabeza contra la pared. Y solo estuve cuatro horas, no me tocaron un pelo y ni siquiera me insultaron.
Pero las miradas, las frases despectivas e irónicas, los sermones, las esposas, el paseo en patrulla. El miedo de no saber. El mirar la realidad desde atrás de unos barrotes. El pensar que se está en manos de unos sátrapas que lo más cerca que estuvieron de un libro fue cuando les tocó adicional en la Biblioteca Provincial.
Todo eso por tener el atrevimiento de elegir algo distinto que bañarme en scotch, internarme durante horas en el bingo, jugarme la casa en el hipódromo o dejarme los dedos amarillos de nicotina. Todo legal.

16.8.08

De por qué no me gusta Riquelme en la selección


Es algo más que corriente que en los momentos de la vida en el que aparecen las crísis, salgan a la luz las tensiones ocultas, las miserias, el "detrás de la escena", los trascendidos, lo que no se veía en una primera lectura superficial; las mierdas, decimos en Argentina.
En fútbol, ni hablar. Pasa absolutamente siempre, transformando al plantel más armónico en un nido de víboras sedientas de sangre...En esos contextos hacer leña del árbol caído, apelando a la crítica fácil, es moneda corriente entre el público futbolero, más aún en un pais en el que "somos todos técnicos". Pero lo verdaderamente curioso, es que con el mismo tic se muestran una y otra vez los hombres de la bendita prensa especializada, devenidos de pronto en iluminados que señalan errores "con el diario del lunes", como se dice comúnmente.
No será este caso, pues quiero hablar de algo negativo en un contexto positivo, al menos desde el resultado. La selección argentina sub 23 que participa en los Juegos Olímpicos de China, acaba de derrotar a Holanda por 2 a 1 y se clasificó para disputar la semifinal con el omnipresente Brasil. De ganar nuevamente, se aseguraría una medalla de plata al menos. Quiero entonces, abordar un análisis crítico en la victoria, momento más fructífero para hacerlo sin culpas.
La pregunta que cae de madura (y desde hace rato) es: ¿a que juega la selección de Basile, en este caso representado por el otrora barbado Checho Batista? Ese es un interrogante que se hace la mayoria de los hinchas argentinos (y los hinchas con micrófono), desde que el Coco asumió su segundo periodo al frente de la albiceleste, a mediados de 2006. La complejidad de la respuesta obliga a un análisis pormenorizado de la cuestión, y los considerandos son infinitos. Por eso, solo me voy a centrar en uno de ellos, al que considero central para responder a todos los demás. Lo resumo en un enunciado: Argentina no juega a nada porque Riquelme no juega a nada.
Si, ya sé, riquelmianos, bosteros y líricos en general, me saltarán a la yugular como leones hambrientos. Dirán que uno brega por el antifútbol, que prefiere a un áspero cuevero rompetibias y que se solaza con un recio rechazo a las gradas.
Nada de eso, lamento decepcionarlos. Uno es de esos amantes incorregibles del buen fútbol, del pase fino, de la pared justa, y de la caricia al gol. Por ende, puedo decir con todo orgullo que a mi me gusta muchísimo la técnica de J.R. Pocos players argentos (casi nunguno) han demostrado tamaña capacidad para dominar el balón, tan buen panorama de juego y la capacidad de meter pases como estiletazos entre la maraña de piernas que comúnmente puebla cualquier área de juego (pases bochinescos, diría un relator). Algunas imágenes de archivo retratan mejor que mil palabras la belleza que poseen sus movimientos, como aquel caño invertido a Yepes que será repetido hasta el fin de los dias por los canales de deportes.
Esto sin contar su precisión increíble en los tiros libres, tanto en los que van directo al arco, como en los que terminan en la cabeza de algún compañero avispado. Bellas combas, furibundos remates, y una especie de tiro seco que parece que se eleva al cielo, para bajar de golpe y sorprender al confiado arquero, soldado inútil en su caminata al fondo de la red para "sacarla de adentro", al tiempo que Román trota sin prisa hacia una esquina para colocar sus manos en las orejas, como el Topo. Todo muy lindo, pero....
Pero el Riquelme actual (y no ese pendejo desfachatado de la era Bianchi), este jugador maduro, de 30 años, de tibio paso por Europa y que hoy posee la Nº10 de Boca y la selección; este Juan Román, no juega absolutamente a nada.
¿Perdió la habilidad? ¿No se recuperó bien de una lesión grave? ¿Está fuera de estado? ¿Está deprimido? Ninguna de estas incógnitas encierra una probable respuesta. Lo que le pasa a Riquelme, es que no tiene valentía. Con la pelota en los pies se lo ve timorato, inexpresivo, lento, (y acá viene lo peor) exasperantemente conservador.
Si uno tiene la suficiente capacidad de observación como para despegar su figura de la de los demás, si uno cuenta mentalmente las ocasiones perdidas por su responsabilidad, si uno se toma esa tarea, descubrirá que son infinitamente más numerosas las puertas que cierra que las que abre.
Veámoslo asi: pensemos el fútbol como un enorme edificio en el que cada departamento es una posibilidad distinta de llegar al gol. Generalmente, uno solo accede al depto propio o a aquel en donde lo dejan pasar los amigos. Pero hay alguien (uno por cada construcción), que si puede entrar y salir de ellos casi sin pedir permiso: el portero. Este trabajador tiene el manojo de llaves al alcance de la mano y sabe a ciencia cierta, que lo puede utilizar en caso de emergencia (que puede ser en cualquier momento). O sea: tiene todas las posibilidades de llegar al objetivo, tan fácil como rápido. Por lo tanto, y apartir de esto, me pregunto: ¿que pasaría si, por un artificio del destino, repentina locura o secreta imposición de alguna fuerza maligna, ese portero tan servicial, trabajador, honesto y capaz como fue toda la vida, de golpe arrojara el racimo de llaves a la calle a la vista de los transeúntes ocasionales? El seguro correlato de esta pequeña historia incluiría como mínimo, en primer lugar, el reemplazo de todas las cerraduras del lugar; y en segundo, el cambio de portero.
Trasladando esto al campo de juego, tenemos un enganche (portero) que desaprovecha los huecos que se abren en las defensas (y que son un posible acceso al gol), para canjearlos por la seguridad de un pase hacia atrás, al cuevero o quizás a un líbero aburrido. Una finta prometedora (siempre de espaldas a la meta rival), solo para ubicar la pelota recta sobre una de las bandas, pasandole la responsabilidad al carrilero de turno (y no siempre hábil con el balón). En suma: Riquelme no juega, no dá más pases, no acaricia la globa como antes: se la saca de encima. No juega ni hace jugar.
Se me dirá: "de afuera es fácil hablar". Claro que para contestar ese tipo de observaciones, las comparaciones (que no son siempre odiosas), sirven. Si bien es cierto que enganches cada vez hay menos, algunos aún engalanan la posición. Ahi está Ronaldinho por ejemplo, que aún no estando en óptima forma, funciona como la contracara de este jugador. Él, como el burrito Ortega, Messi y tantos más, tienen la virtud de intentar siempre ir para adelante, de buscarle la vuelta a la jugada, de generar espacios, en fin de correr riesgos, que de eso se trata el fútbol.
Por el contrario, Riquelme no genera, solo cuida lo que hay, administra la pobreza general. Parece ser un adalid del conservadurismo que dicta siempre "hay que tenerla, cuidarla, aguantar". Eso sigue haciendo muy bien: aguantar la pelota, situación que genera muchas faltas a favor y posteriores tiros libres, pero no mucho más que eso. Para Morón, Temperley o incluso Gimnasia de Jujuy puede estar bien. No para la selección argentina.
Increíblemente el señor Basile sigue apostando ciegamente a un sistema basado pura y exclusivamente en el funcionamiento de Riquelme como eje único de circulación de pelota, desaprovechando las bandas que tan bien solía usar el "loco" Bielsa. Pone a Román y uno o dos cincos de buen manejo y misma misión: tenerla y aguantar (Gago, Banega, Mascherano, grandes jugadores desaprovechados por el esquema). El resultado es previsible: el 10 siempre de espaldas, lento, cansino y aburridísimo, tocando para atrás, una y otra vez. Horrible a los ojos, decadente para el siempre respetado fútbol argentino.
La característica actual de nuestra selección es esa: la lateralización eterna, la descarga defensiva y el consecuente pelotazo de los centrales para que se maten los de arriba, mientras el 10 trota apático hacia un costado.
Así pasan oscuros y olvidables encuentros en los que el pequeño genio de Messi salva las papas con una que otra maniobra individual, sacada de su galera por la voluntad de retroceder unos metros para hacer lo que su compañero no puede, no quiere o no lo dejan hacer: tomar la pelota y encarar de frente al área contraria, buscando el pase incisivo, preciso, inquietante y por sobre todas las cosas: para adelante.
Entonces, sigo preguntando: si Juan Román Riquelme ya no es el jugador desfachatado, potreril, atrevido y elegante de antaño, ¿por qué se insiste en erigirlo como eje central de un circuito futbolístico de semejante envergadura como el seleccionado nacional argentino?. ¿Acaso no hay opciones dentro del innumerable semillero albiceleste para reemplazarlo, o al menos acompañarlo en la hermosa tarea de la creación ofensiva? La respuesta claramente es positiva y grita por ser escuchada.
J.R., al igual que el potrero de nuestro cuento, ha extraviado las llaves que conducen al gol y las ha cambiado por simples, monótonos, opacos y previsibles "pasadores" de fierro barato, tan fáciles de sortear como una abertura sin puerta.


31.5.08

La triple A del General


Acá les dejo un artículo muy interesante aparecido en una publicación del PO. Echa un poco de luz sobre este espinoso tema para la patria justicialista. Y ayuda a pensar que la verdad será verdad completa cuando cada uno se haga cargo de sus responsabilidades históricas.


Triple A: La responsabilidad de Perón / Encubrimiento post mortem

Ocurrió el 8 de octubre de 1973. Los 8 de octubre, sabido es, se conmemora oficialmente el nacimiento del general Perón, aunque la fecha y el lugar de su natalicio nunca se conocieron con certeza; él mantenía con su pasado vínculos oscuros y secretos.
Esa noche, cuando faltaban cuatro días para que Perón asumiera la Presidencia por tercera vez en su vida, su jefe personal de seguridad, el teniente coronel Jorge Osinde –antiguo represor y torturador en tiempos de la siniestra Seguridad de Estado, en los primeros años ‘50– le organizó al general un agasajo muy peculiar en la casona que el PJ le había comprado a su líder, en la calle Gaspar Campos de Vicente López.
Se trató de una comida a la que asistieron casi 500 suboficiales del Ejército y un equipo numeroso de matones civiles, entre ellos uno de los primeros integrantes de la Triple A: Saturnino Castro (a) “El Potrillo”, cuyo hijo Jorge, militante del ERP y sobreviviente de aquellos días, dio testimonios extensos y minuciosos sobre las actividades criminales de su padre.
Otro miembro fundador de la Triple A, el ex teniente primero Horacio Salvador Paino, también relató lo sucedido esa noche en Gaspar Campos ante la Cámara de Diputados de la Nación (véase, por ejemplo: Del Frade, Carlos: “Los prólogos”, en Argenpress, 25/12/06).
Perón habló a sus invitados en tono de arenga, ejerció sobre ellos una fuerte presión política: les dijo que los necesitaba, que le resultaba imprescindible tener con él a suboficiales del Ejército Argentino y a “civiles leales” para cumplir las tareas “que el momento exige”.
De aquellos 500 militares, sólo se quedaron unos 200 para una reunión posterior, ya de madrugada. A ellos, Perón les dijo: “Después Lopecito (por José López Rega) se va a encargar de organizarlos”.
Esa noche, oficial y personalmente, Perón dejó inaugurada la Alianza Anticomunista Argentina, que en un primer momento no se llamó así sino “Comando Libertadores de América”.

Primeros crímenes
Aquella banda comenzó a operar enseguida, en ese mismo octubre de 1973, con los asesinatos del periodista José Colombo, en San Nicolás, y del dirigente peronista Constantino Razzetti, en Rosario; no, como sostiene en su resolución el juez Norberto Oyarbide –viejo cuadrito del catolicismo integrista y hombre de la Policía Federal, con cuyos “grupos de tareas” estuvo vinculado durante la dictadura– el 21 de noviembre de ese año, cuando atentaron con bomba contra el entonces senador radical Hipólito Solari Yrigoyen, a quien no lograron asesinar pero sí hirieron de gravedad. De todos modos, ese ataque se produjo ya bajo gobierno de Perón, a quien Oyarbide evita mencionar.
Empero, la estructura de esa organización criminal no descansó básicamente en aquellos suboficiales del Ejército sino en la Policía Federal. Eso fue especialmente así desde que Perón designó jefe de esa fuerza a otro viejo represor y asesino de la “libertadora”: el comisario Alberto Villar.
Entre los organizadores de la Triple A estuvo, se sabe, Miguel Angel Rovira, agente civil de inteligencia de la PFA, quien hasta no hace mucho fue jefe de seguridad de Metrovías, de donde consiguieron expulsarlo la movilización de los trabajadores de la empresa y los escraches de la agrupación Hijos.
En definitiva, la Triple A no fue una organización parapolicial o paraestatal, sino un organismo clandestino del propio Estado armado desde el despacho del general Perón. Los esquemas y posibles organigramas de ese tipo de bandas le habían sido proporcionados a Perón en España por represores veteranos del régimen franquista. A tal punto fue así que, más de 30 años después, uno de los responsables operacionales del equipo criminal, el ex subcomisario Rodolfo Almirón (a) “Coquibus”, continúa protegido por Manuel Fraga Iribarne, ex presidente de la Comunidad gallega y ex ministro de Francisco Franco, el jefe fascista que durante tantos años dio asilo a Perón.

Algunos antecedentes
El verdadero coordinador de la Triple A, Jorge Osinde, ya había hecho una práctica en gran escala con la masacre de Ezeiza, el 20 de junio de 1973, cuando Perón regresó a la Argentina por segunda vez desde su derrocamiento. Al día siguiente, por cadena de radio y televisión, Perón elogió a Osinde, defendió a los masacradores y calificó de “infiltrados” a quienes habían sufrido aquella represión criminal. Desde ese momento, no podía haber dudas sobre qué partido tomaba el general, quiénes lo habían traído y por qué.
Se trataba, por cierto, del político burgués más popular y con mayor autoridad de masas de la historia argentina, lo cual no era gratuito. Él, sin desarrollar jamás una política nacional democrática, que lo habría obligado a romper con el imperialismo –algo que en ningún momento se propuso–, hizo a los trabajadores concesiones democrático-sociales históricas y los integró al Estado burgués.
Pero en 1973, cuando Perón regresó convocado por quienes lo habían derrocado en 1955, toda la acción del movimiento obrero se orientaba hacia la independencia de clase y, por tanto, apuntaba contra la línea de flotación del régimen político. Los “libertadores” esperaban que la autoridad de Perón le permitiera contener el conflicto, pero el general sabía que no le resultaría suficiente. Resultaban necesarios, pues, los militares, policías y “civiles leales” para hacer frente a las tareas “que el momento exige”.
Por lo demás, antes de asumir la Presidencia, Perón había contribuido a la caída de Salvador Allende en Chile al ordenar, por medio de su vicario Héctor Cámpora, que las masas movilizadas en toda la Argentina se retiraran de las calles. De inmediato obedecieron la JP y el Partido Comunista, de modo que la dictadura chilena tuvo tranquilidad del otro lado de la Cordillera.
Luego, ya en el gobierno, Perón permitió a una delegación de la Dina, la policía política de Pinochet, instalar una oficina en Buenos Aires, en la calle Moreno, frente al Departamento Central de la PFA, para espiar y perseguir a la colonia de exiliados chilenos. También fueron perseguidos militantes brasileños huidos de la dictadura del general Geisel, y algunos de ellos fueron secuestrados aquí, trasladados a su país y “desaparecidos”, de todo lo cual podemos dar detalles en otro trabajo. Pero el “Plan Cóndor” empezó con Perón, aunque, cierto es, tras el golpe de 1976 adquiriría proporciones alucinantes.

El ocultamiento
Resulta preciso referirse a esos hechos con todo rigor, porque la “progresía” argentina insiste en atribuir las acciones de la Triple A sólo a Isabel Perón, una continuadora feroz porque carecía, a diferencia de su marido, de cualquier autoridad; y, sobre todo, a López Rega, un sujeto con problemas psiquiátricos que hacían de él casi un fronterizo, cuya única función fue robar del Ministerio de Bienestar Social los fondos exigidos por el financiamiento de la Triple A.
Así, por citar un caso, Página/12, en su edición del 27 de diciembre de 2006, habla, al referirse a la AAA, de “los ataques, secuestros y asesinatos que sucedieron durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón”. ¿Y los cometidos antes? Como si no hubiesen existido.
El boletín oficial del gobierno, condición asumida conscientemente por Página/12 –he ahí la importancia de lo que dice–, ha decidido encubrir pos mortem a Perón, ideólogo, creador y jefe de la Triple A.


ALEJANDRO GUERRERO

28.5.08

Infiel


Otra vez se le quedaba mirando el sereno del edificio de enfrente. ¿Sospecharía algo? En cualquiera de los casos, que importaba; no tenía la menor conexión con su vida y nunca se le ocurriría decir nada a nadie. ¿O si?
El ruido de la puerta del ascensor al cerrarse, provocado por el impulso de su propia mano, lo sobresaltó. No se había dado cuenta de lo que hacía. Pero para cuando podría haber reparado en ese detalle, su pensamiento ya había volado de nuevo, de la situación y de su propia reflexión interna.
Ahora tiraba la cadena. Vio su meo dar vueltas en el agujero hasta ponerse espumoso y, finalmente, inodoro, incoloro e insípido. No pudo evitar la comparación, y de pronto fue su propio meo, girando perdido hasta desaparecer.
Volteó la cabeza hasta dejarla descansar entre los el marcos del espejo, ya gastado en los lados, marrones y sucios de tanta sombra. Y vió la vida saludar desde el cenit de su cabeza, y descender por la frente, hasta irse lejos. Contempló su propia caricatura triste y contó mil nuevas arrugas, a la par que pensaba en una nueva mano de pintura para el techo, casi descascarado por completo.
Se arrastró por el living, pasó los 18, el cumpleaños 60 de papá y esa en Córdoba con la Tia Eulalia. La del casamiento se resistía al desalojo hacía rato, junto a la puerta de la habitación. Desteñía humedad.
Abrió la puerta sigilosamente para evitar los tipicos crujidos, No pudo evitarlo, pero aún asi no generó movimiento en el bulto bajo las cobijas. Luego de un momento de zozobra en la penumbra, avanzó delicado pero decidido hacia su mesita de luz. Cuando estuvo junto a ella apoyó suavemente las llaves del auto y la billetera. Se sacó con cuidado el reloj e hizo lo mismo, procurando dejarlo lo suficientemente lejos del borde para que no se cayera al prender el velador por la mañana. Se quitó los zapatos utilizando la punta de cada pie sobre el tobillo del otro. La gamuza patino suave por el calcetín de seda. Cinturón, pantalón, sueter y camisa, todos al respaldo de la silla antigua que dormía en la esquina de la enorme pieza.
Tomó con cuidado el extremo de las cobijas y las elevó lo suficiente como para dejar ingresar su menudo cuerpo al área cálida que limitaba el colchón por abajo, y el cuerpo de la persona que yacía en él, por el otro extremo. Entró con gracia, solo emitiendo un imperceptible suspiro de alivio. Se acomodó prácticamente en el mismo movimiento.
Miró en la oscuridad y encontró la silueta de los números amarillos de su reloj sobre la mesita: las 3:12. Todavía tenía unas horas como para poder descansar el cuerpo. Después de todo ya se había acostumbrado a dormir poco. Cerró los párpados inútiles de luz y se dispuso a dormir. En eso escuchó el sollozo…
Un gemido mínimo, pero audible. Entrecortado, pero constante. Se alarmó automáticamente y la miró. La mujer dormía exhalando un grueso ronquido, gutural, bestial casi. Se dijo a si mismo que no podía ser y atinó a mirar en cada rincón de la habitación, sin sacar jamás la cabeza completa de bajo el abrigo. Nada. Pero el sollozo continuaba. ¿Quién era entonces?
Era él. Lloriqueaba como una nenita perdida en la multitud, o peor, perdida en el desierto. Las lágrimas corrían por su mejillas a raudales, y sus fosas nasales comenzaban de a poco a poblarse de mucosidades que dificultaban cada vez más la respiración. Pero lo peor no era esto: sino que el ruido de su propio llanto iba in crescendo hasta convertirse en un espasmo espantoso lleno de congoja. Intentó concentrarse y repasar los hechos: él no podia estar haciendo eso, si ya era algo totalmente normal, una rutina de años, un filito histórico. Pero seguía, y si no acababa ya, lo delataría. El último pensamiento fue simultáneo a la pregunta de su esposa: ¿Qué te pasa Roberto?
No se había dado cuenta de lo que hacía. Pero para cuando podría haber reparado en ese detalle, su pensamiento ya había volado de nuevo, de la situación y de su propia reflexión interna.

30.3.08

Hormigas

Un recuerdo de las vacaciones. También lo pueden encontrar en http://gmm2008misiones.blogspot.com/

Todo es más grande en Misiones. No sé como explicarlo, pero es asi.
Ah ya sé: en el camino de Los Macucos, en el Parque Nacional Cataratas del Iguazú. Ahi fue. Unas hormigas del tamaño de una falange. Y por si no me creían, traje una encerrada en un frasquito. Ya estaba muerta claro, porque sino no iba a aguantar hasta La Plata. Fiambre y todo servía, lo importante era verla.
Las patas fuertes, la cabeza algo grande en relación al cuerpo y lo más sorprendente: unas mandíbulas capaces de atemorizar a la araña más patotera. Aunque las arañas de ahi, bueno...
Se cruzaban de lado a lado del sendero que marcaba el rumbo hacia lo desconocido (para nosotros los nuevitos de la selva). Corrian a una velocidad inusitada, sin pararse a ver que gigante venía aplastandolo todo. Corrían riesgos.
Muchas yacían aplastadas sobre la tierra roja. Algunas sorprendidas con la carga encima, hojas o pequeños palitos. Otras siplemente con el gesto de sorpresa dibujado aún en sus antenitas. Pero ni asi amainaban. Cabeza en alto y a cruzar, aunque me cueste la vida. Así son ellas.
Eso le pasó a la mia, a la hormiga que traje en el frasquito digo. Se ha mandado sin ver. O viendo sin pensar. O pensando sin temer. Qué se yo, se mandó y a cobrar.
La miro ahora y me acuerdo también del tamaño del pasto: como helechos, una cosa de locos. Me traje uno, pero se me secó mucho y perdió contundencia. Verde era una rama casi, imponente como la catarata misma.
Pensé en el momento "no puede ser un pasto, debe ser algún tipo de planta desconocida en Buenos Aires". Pero no, era un simple y auténtico pasto misionero. ¿Césped es más fino no? Si, bueno, entonces "un auténtico césped misionero".
No vi muchos caballos. A decir verdad no recuerdo haber visto caballos. Pero seguro que hay, pocos pero hay. Y los que viven por ahi se deben hacer una panzada con semejante pasto, con 10 o 15 ya está. Panza llena. Con lo verdes que son además. Pura fotosíntesis, te cuento.
En algunos sitios el pasto era más ancho que una película fotográfica y más verde que la camiseta de Ferro. Increíble verlo.
Como lo de los chicos rojos. ¿Como que no te acordás? Los nenes esos. No no eran pelirrojos, eran rojos. Si, del color de la tierra.
Andaban todo el dia, meta caminar. Ibas a cargar el termo y ahi estaban. Ibas al baño y estaban ahí. Te metias al rio y de pronto los tenias al lado. En las excursiones, en el centro, en todos lados.
La cuestión es que no había forma de no verlos. Y te hablaban. Te decían: "me dá una moneda o algo para comer". Y les dabas. Porque otra no había.
Una vuelta le cortamos unos pedazos de zandía, una tarde de calor infernal en la que nos habiamos puesto a comer en el cámping, muertos de sed. Se acercaron, callados, con la voz en los ojos, el pelo seco y los pies descalzos.
Y de pronto no estaban más. Se esfumaban, así como así. Te dabas vuelta para darles algo más y ya no había nadie. O los veías corriendo a lo lejos, parando a otro desprevenido o zambulléndose en el agua, junto a las rocas.
Pero volvían seguro. Siempre, con cada ruido de la panza.
Eran chicos guaraníes, quizás algún toba. Indios. Auténticos indios misioneros. Y eran rojos che, ¿podés creer? De la cabeza a los pies. "Los niños rojos" se me ocurrió en el momento.
Ahora que lo pienso eran como las hormigotas: se mandaban al camino sin pensar, sin miedo, sin mirar. Con el objetivo bien adentro de sus cabecitas y mordiendo en las conciencias de los curiosos.
Es así. Todo es más grande en Misiones, seguro. La pobreza también.

1.2.08

El payador perseguido


A mi viejo, por acercarme a Atahualpa

"Yo sé que muchos dirán
que peco de atrevimiento
si largo mi pensamiento
p'al rumbo que ya elegí,
pero siempre he sido ansi;
galopiador contra el viento."


Si uno arranca diciendo algo asi, es porque lo que sigue no es menos...y asi es todo "El payador perseguido", la obra cumbre del genial Atahualpa Yupanqui, quizás el más grande artista que ha dado esta tierra argentina.
Hoy, en los dias en que se cumplen 100 años de su natalicio, es imposible no emocionarse escuchando sus versos, pedazos vivos de experiencia por caminos y pueblos. Una mirada aguda de la vida en el campo, de la aventura del paisano en la gran ciudad y el despecho del que se vuelve con la cabeza gacha pero la conciencia encendida.


"Pobre naci y pobre vivo
por eso soy delicao.
Estoy con los de mi lao
cinchando tuitos parejos
pa' hacer nuevo lo que es viejo
y verlo al mundo cambiao."


Uno aprende cuando lo escucha a Yupanqui. No son solo hermosas imágenes lo que ven nuestros ojos con su prosa (lo que ya es mucho decir), sino que pueden sentirse en lo más hondo los pesares de nuestra gente, la explotación, el ultraje y la desidia del que fue víctima el campesino argentino al que llamamos "gaucho".
Pero sería un error enorme creer que sus palabras se refieren a historias folklóricas sin vuelo más allá de su contexto. Lo que Don Ata cuenta no es ni más ni menos que la historia del hombre y sus miserias enmarcadas en un capitalismo agrario que se extiende hasta nuestros dias, adaptado a todos los paisajes y razas.


"Estas cosas que yo pienso
no salen por ocurrencia.
Para formar mi esperencia
yo masco antes de tragar.
Ha sido largo el rodar
de ande saqué la alvertencia."


Hay un idealismo conmovedor, una ilusión que por mucho castigada nunca desaparece. Son tristes las historias, pero como el mismo aclara, funcionan como advertencia del que habla por experiencia propia, para no repetir viejas historias de injusticia.
El honor, la dignidad, la coherencia y principalmente la rebeldía, son cuentas de un mismo collar en Yupanqui, un tosco cantor de manos enormes y sonidos de guitarra tan particulares como bellos.
Sus letras son recitados siempre, aunque cante. No hizo de la voz un júbilo, más reemplazó la precariedad lírica con su decir, como lo hizo alguna vez el Polaco cuando la gola no le aguantó más; como solo pueden hacer los grandes.
Y si uno a veces le pide a los que dicen que además hagan, él supo ser consecuente siempre con eso. Fue perseguido por dictaduras y democracias blandas; fue golpeado y encarcelado; fue prohibido y ninguneado; y hasta tuvo que llevar lejos sus coplas inquebrantables para no mancharlas de la verguenza de sus enemigos. Pudo regresar sin embargo para que los más jovencitos de su vejez pudiéramos conocerle la cara viva en algún programa de televisión, siempre abrazado a su vigüela amiga.


"Por la fuerza de mi canto
conozco celda y penal.
Con fiereza sin igual
más de una vez fui golpiao,
y al calabozo tirao
como tarro al basural."


Se puede matar a un hombre.
Pueden su rostro manchar,
su guitarra chamuscar.
¡Pero el ideal de la vida,
esa es leñita prendida
que naide ha de apagar!"


En su palabra está Jara, Zitarrosa, y todos aquellos cantores anónimos que vivieron y murieron con el corazón más cerca de la boca que del cerebro. Su atrevimiento tiene el eco de la redención eterna, de esas voces que vuelven en cada derrota para recordarnos que estamos vivos aún para intentarlo.
Alguna vez mi viejo me contó una historia que lo ubicaba a él en una misma mesa con el maestro. Más allá de la veracidad del relato, lo cierto es que el entuerto venía mas o menos así: en la previa de un asado luego de una actuación en Cosquín, donde Don Ata era gran figura, una periodista se acerca para pedirle unas pocas palabras, ante lo que Yupanqui se niega argumentando la proximidad de la "churrasquiada". Plena de revancha, la señorita de prensa se queda pululando alrededor a la pesca de una oportunidad. Atahualpa encendió entonces un cigarrillo y se puso a conversar con sus acompañantes. Y es asi que, a modo de revancha, la mujer se atreve a preguntarle por qué razón él, que era tan nacionalista, fumaba tabaco importado. Dice mi viejo que Yupanqui la miró, y tan tranquilo como era le soltó: "Mire jóven, seré gaucho, pero no por eso voy a fumar pasto".


"Yo vengo de muy abajo,
y muy arriba no estoy.
Al pobre mi canto doy
y así lo paso contento,
porque estoy en mi elemento
y áhi valgo por lo que soy.


Si alguna vuelta he cantao
ante panzudos patrones,
he picaneao las razones
profundas del pobrerío.
Yo no traiciono a los míos
por palmas ni patacones.


Aunque canto en todo rumbo
tengo un rumbo preferido.
Siempre canté estremecido
las penas del paisanaje,
la explotación y el ultraje
de mis hermanos queridos."


Inolvidable. Unico. Emocionante. Atahualpa Yupanqui señores, orgullo de nuestra tierra.




*Aqui nota biográfica de Sergio Pujol en Clarín (Gracias H.A.P.)
* Aqui la letra completa del "Payador perseguido"

29.12.07

Comunión

Juanpa, El Tano, Mato y El Chivas (Bochatón, Villelisa, Mutandina y NormA)

¿Como se mide el éxito de un programa? ¿Con las encuestas? ¿Con los muestreos de opinión? ¿Contando los llamados telefónicos? ¿Son acaso las visitas a la página de internet?...
El viernes 21 de diciembre, en el Centro de Cultura y Comunicación de La Plata, donde se encuentra Radio Estación Sur, se probó una nueva y novedosa manera de medir "lo exitoso" de un producto comunicacional, en este caso, un programa de radio de música, mi programa y el de mis amigos.
Y no fue que vinieron muchos, quizás no hayan sido más de 40 o 50 los presentes. No es que la transmisión fue masiva, ya que la antena no es muy potente y estamos con otros "amigos" ocupando nuestro ancho de banda...Y finalmente, no tuvimos números impresionantes ni regalabamos nada especial. ¿Que fue entonces lo distinto, lo destacable o particular en todo esto?
Yo no fui bautizado ni sé nada de todo eso, soy un "salvaje" para los católicos. Pero de algo estoy seguro: lo que se vivió ese dia en"La Secta del Cordero" (asi se llama esa locura radial que hicimos todo el año, cada viernes), fue una auténtica COMUNIÓN.
Mezcla de ritual con un espontaneísmo militante, lo que fue sucediendo en el correr de esas casi tres horas de radio solo será patrimonio audiovisual de unos pocos; suficientes como para que este hecho no quedara perdido detrás de los ojos de estos cuatro personajes delirantes que servimos la mesa para que los amigos acerquen su silla y se piquen algo, mientras afinan el instrumento catalizador de la alegria colectiva, la que hace que cada dia nos levantemos con ganas de empezar algo nuevo o de seguir con eso que hacemos tan bien, o simplemente nos reconforta.
Asi se fue sumando Pablo con su bronce santo y una simpatía contagiosa que fue a comprar la cinta al kiosco y se quedó hablando con medio mundo. El Tano, metiendo loops con su pedal y prestándose la viola con un Chivas inspiradísimo, mientras Legui afinaba su voz de niño cantor de loteria. Junto a ellos un Juampa imparable en una noche de rugidos africanos y atrás bien alto y estudiando la situación, el Mato, que no le hizo asco a nada y se improvisó lo que le tiraban.
Todos juntos, más todos nuestros amigos y nosotros terminamos a los gritos, pegándole a lo que venia para hacer un poco de ruido en el silencio de la noche platense. Gritando a los cuatro vientos que se pueden hacer mil cosas sin presupuesto, que se puede crear sin impuestos de ninguna clase, que estos tipos están ahi para que los inviten porque se cagan de risa y son como vos y como yo.
¿Que otra cosa es la música acaso? Amigos, vino, asado, anécdotas, risas, discusiones, amores, desencantos...¿Que es la vida? Poesía, lírica, versos, ritmos, zapadas...¿Que es la radio? Magia, compañía, humor, poesía y amigos. Vida y música.
¡Salud Sectarios! Hasta el próximo asado.
"La secta del Cordero" - lasectadelcordero.blogspot.com

20.7.07

Negradas

"De mí se dirá posiblemente que soy un escritor cómico, a lo sumo. Y será cierto.
No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nobel de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me dice: me cagué de risa con tu libro."
Roberto Fontanarrosa

Cuando alguien me lo dijo sencillamente no lo pude creer. Me encerré en un baño y cerré los ojos bien fuerte, y la impotencia me hizo saltar unas pocas lágrimas nerviosas, acompañando el puño cerrado y la pregunta consabida: "¿Por qué se tiene que morir gente así?
No tiene caso. No puedo pensar en una feria del libro sin él, en una contratapa de Clarín sin su chiste, en un domingo sin su pasión futbolera...
El Negro Fontanarrosa fue un sintetizador increíble de la idiosincracia argentina. La mayoria de la gente lo conoce por sus dibujos, todos muy buenos (Boggie, Inodoro, Sperman, etc). Pero su pluma punzante, irónica, ordinaria, pícara y por sobre todas las cosas criolla, será la marca que deje en el panteón de los grandes cuentistas sudamericanos. Porque creo que ya nadie lo duda, Fontanarrosa es una figura continental y hasta mundial.
El fútbol fue solo uno de los grandes temas que abarcó su decir, además claro de los eternos dilemas con las féminas, las argentiniadas y toda una gama de relatos de lo más disparatados, a veces surrealistas y otras no tanto.
El uso de la guarangada como arte, lo destacó sobre otros. Porque la puteada hay que saber colocarla en un texto, y vaya si el Negro sabía hacerlo. Sus inestimables horas-bar, lo hacían un erudito en el habla coloquial (aunque suene contradictorio), gracias a su gran poder de observación.
Así fueron desfilando por sus cuentos la alegría del campeón, la humillación del vencido, la elegancia del galán venido a menos, el gaste al tipo "raro", la impresentabilidad de un argentino en el exterior, los milagros cotidianos, un jesús arquero, la hidalguía de los amigos de siempre, la traición del menos esperado, y tantos otros matices vivos de esto que llamamos humanidad.
Hace unos años, en una de las tantas veces que me lo crucé en ferias y exposiciones, al pedirle que firme uno de sus libros (que ahora era mio por derecho de caja), le pedi que hiciera alusión específica a nuestras preferencias futbolísticas (la de él por Central y la mia por Estudiantes), y el fruto de ese pedido es esta página que se ve aquí...Me acuerdo que era un sábado y justamente al otro dia se enfrentaban ambas divisas, y él soltó la inevitable referencia "Portensé bien mañana eh, no sea cosa que se les ocurra ganarnos".
Ganamos 3 a 2 en Rosario y fue un triunfazo para seguir peleando el campeonato. Pero esa tarde siguiendolo por radio en casa, extrañamente, casi grito los goles del canalla, no sé que me habrá pasado.
Cosa e' mandinga, dicen.

(Acá pego este cuento del Negro. De los que encontré en la web es de lo mejorcito. Si sos futbolero no dejes de leerlo, es increíble. Y si no lo sos, también)

¡No te enloquesá, Lalita!

El más sorprendido fue Chalo cuando (no iban ni cinco minutos de empezado el partido) el Lalita se cruzó toda la cancha y le entró muy fuerte y abajo a Pascual y Pascual, aún antes de caer pesadamente junto a la línea del área, le preguntó al Lalita por que no se iba a la recalcada concha de su madre puta. Pensándolo bien, recordaba luego Chalo (los brazos en jarra, algo alejado del quilombo) antes de empezar, había escuchado a los muchachos conversando mientras se cambiaban en ese vestuario de mierda y Polenta se había dicho que, seguramente, Pascual y Lalita se iban a cagar a trompadas otra vez. Es más --rememoró Chalo, viendo como los muchachos trataban de separar a los calentones-- Salvador lo había cargado bastante a Pascual preguntándole si esa tarde lo iban a echar de nuevo por cagarse a trompadas con el Lalita.
-- ¿Será posible? --pasó a su lado el ocho de ellos, buen jugador, callado--. Siempre lo mismo con estos dos infelices.
-- Cosa de locos --dijo el Chalo, tocándolo en la panza, en gesto de amistad.
-- ¡Aprendé a jugar al fútbol, choto de mierda! --gritaba, ya de pie, Pascual, contenido a medias por Norberto.
-- ¡Sí, seguro que vos me vas a enseñar, pajero! --respondió Lalita.
-- ¿Ah no? ¿Ah no? ¿No te voy a enseñar yo? ¿No te voy a enseñar yo? Sabes comó te enseño, la puta madre que te parió!
-- ¡Seguro! ¡Vos me vas a enseñar, forro! ¡Vos me vas a enseñar a jugar al fútbol!
-- ¡Choto de mierda, en la puta vida jugaste al fútbol, sorete!
-- ¡Vos me vas a enseñar, maricón!
-- ¡Sorete, sos un sorete mal cagado!
Tal vez ese concepto de "maricón" exaltó más a Pascual, que se libró del esfuerzo de Norberto y se le fue encima al Lalita. El Alemán se abalanzó para agarrarlo, con Prado y el flaco Peralta. El referí pegaba saltitos en torno al tumulto como un perro que no puede zambullirse en una pelea multitudinaria.
-- ¡Pero dejalos que se maten! --gritó desde lejos el cuatro de ellos--. ¡Dejalos que se maten de una vez por todas esos boludos!
-- ¡Así nos dejan jugar tranquilos!
-- ¡Vení, vení a enseñarme, maricón! --insistía Lalita, contenido por sus compañeros, viendo como Pascual se debatía entre una maraña de brazos.
-- ¡Callate, pelotudo! --se anotó, desde lejos, Hernán, con escaso sentido de la oportunidad en el uso del humor--. ¡Si vos tuviste poliomelitis de chico y no te dijeron!
-- ¡Pero pisale la cabeza a ese conchudo! --saltó de pronto Antonio corriendo también hacia Lalita--. ¡Siempre el mismo hijo de puta ese hijo de puta!
Allí Chalo pensó que el conflicto se generalizaría.
-- ¡Antonio! ¡Antonio! --trato de pararlo el Negro.
-- ¡Agarralo! ¡Agarralo, Pedro!
-- ¡Hijo de mil putas, la otra vez hiciste lo mismo! --recordaba Antonio, medio estrangulado por un brazo de Pedro, las venas del cuello a punto de estallar, la cara roja como una brasa.
-- ¿Qué querés vos? ¿Qué querés vos? --Lalita se volvió hacia Antonio, estirando el mentón hacia adelante. Dos de ellos lo agarraron de la camiseta y otro de la cintura.
-- ¡Te hacés mucho el gallito porque nuncan te han puesto una buena quema!
-- ¡Aflojá, Lalita, no seas boludo!
-- ¡Te echan, pelotudo, te van a echar!
-- ¿Qué querés vos? ¿Qué querés negrito villero y la concha de tu madre?
-- ¡Tito! ¡Paralo, carajo, paralo!
-- ¡Cortala, cinco, no te metás que es peor!
-- ¡Pará, Mario, pará!
-- ¡Te voy a reventar, la concha de tu madre! --Pascual se había zafado de los que lo contenían y corría en un movimiento semicircular hacia su enemigo tratando de eludir los nuevos componedores que se le interponían. Chalo se dejo caer sentado sobre el césped sin llegar a entender demasiado bien como se podía armar semejante quilombo cuando incluso algunos no habían llegado siquiera a tocar la pelota (como él). Miró al dos de ellos y enarcó las cejas en señal de complicidad.
-- ¿Podés creer, vos? --dijo el otro, parado en el círculo central y acomodándose los huevos. Escupió a un costado.
Prácticamente todos los muchachos, sin olvidar al tío del Perita (fiel y único hincha del "Olimpia") se habían metido en la cancha y estaban separando a los beligerantes. Eran dos grupos que se movilizaban en bloque, hacia atrás o hacia adelante, correlativos unos con otros, como dos arañas negras y deformes, de acuerdo a los impulsos mas o menos homicidas de los contendientes.
-- ¡Vos me vas a venir seguro a enseñar a jugar al fútbol, sorete! --la seguía Lalita--. ¡Seguro que vos me vas a venir a enseñar!
-- ¡No te enloquesá, Lalita! ¡No te enloquesá! --repetía una voz aguda, desde afuera, como un sonsonete.
-- ¡Choto de mierda! ¡Choto de mierda! --Pascual se atragantaba con las palabras y despedía por la boca una baba blanca, casi acogotado por los compañeros--. ¡Claro que te voy...! ¡Choto de...! --obnubilado, no encontraba los mas elementales sinónimos para enriquecer sus agravios y recaía siempre en las mismas diatribas--. ¡Choto de mierda! ¡Chotazo!
El árbitro, apreciando un claro en el tumulto, dió dos zancadas mayúsculas hacia adelante, manoteó el bolsillo superior y anunció a Pascual.
-- ¡Señor! --y le plantó una tarjeta roja incandescente frente a los ojos.
Pascual ni lo miró. Después el árbitro giró con la misma aparatosidad, caminó tres pasos hacia Lalita y repitió el gesto de la mano en alto, como dando por terminado el problema. A Pascual ya se lo llevaban hacia el costado. Lalita caminaba medio ladeado, aplastado en parte por el peso de sus compañeros, buscando todavía con los ojos a su rival, respirando fuerte por la nariz, como un toro.
-- ¡Dejame! ¡Dejame, Miguel! --pidió, sofocado, y hasta llegó a tirar un par de piñas a sus amigos.
-- Ya está, Lalita --le recitaba el cuatro al oído--. Cortala.
El lungo que jugaba al arco le pasó un par de veces la mano por el pelo, comprensivo, pero el Lalita apartó la cabeza, negándose a la caricia.
-- ¡Señores! ¡Señores! --gritó el referí--. ¡Miren! ¡Miren! --y mostró la fatídica tarjeta roja casi oculta en la palma de la mano, como una carta tramposa--. ¡No la guardo! ¡No la guardo! ¡La tengo en la mano! ¡Al primero que siga jodiendo lo echo de la cancha! ¿Estamos? --y salió corriendo para atrás, elástico, señalando con la mano donde debía ponerse la pelota--. ¡Juego, señores!
Y decían que no había que joder mucho con ese árbitro. Que era cana. Que siempre andaba con un bufoso dentro del bolso. Así le había contado Camargo al Chalo, porque lo conocía de la liga de Veteranos Mayores, los que están entre los 42 y la muerte.

Ya sentado en la vereda, la espalda empapada contra la pared del quiosco, las piernas extendidas sobre el piso, desprendidos los cordones de los botines, Chalo se apretó fuerte los parpados para mitigar el escozor profundo que le producía el sudor al metérsele en los ojos. Sin decir palabra, el Lito, al lado suyo, le alargó la botella de Seven familiar, casi vacía. Chalo tomó unos seis tragos apurados, puso despues el culo frío y humedo de la botella sobre su muslo derecho, eructó con deliberación y se secó la boca.
-- Hay que joderse --exhaló--. Qué manera de correr al pedo --y le extendió la botella a Salvador que esperaba, mirando la calle, las manos en la cintura, a su lado.
-- ¡Chau, loco! --gritó Antonio, subiendo al auto de Pedro, yéndose-- ¡Chau, Salva!
-- ¿Hablastes con el referí? --le preguntó Lito. Antonio se encogió de hombros.
-- ¿Para qué?
-- Para que no te escrache en el informe.
-- Me echó por tumulto.
-- Por pelotudo te echo --rió Salvador. Antonio levantó la mano, se metió en el auto de Pedro y Pedro puso marcha atrás cuidando de no caerse en la cuneta.
-- Veinte fechas le van a dar a este --dijo Salva, limpiando el pico de la botella de Seven con la manga de la camiseta verde. Chalo no contestó. Apenas si tenía aliento para hablar. Lito, más que sentarse a su lado, se derrumbó, con un quejido animal.
-- Parece mentira --dijo Chalo--. Cuando yo jugaba en la "25 de Mayo", donde no hay limite de edad, pensaba que los veteranos serían más tranquilos, que cuando pasara a la liga de veteranos las cosas se iban a tomar de otra manera.
-- Nooo... --Lito se reía.
-- ¡Pero es peor! Es indudable que las locuras se agudizan cuando viejos. Acá me he encontrado con tipos de cincuenta, cincuenta y pico de años, que se cagan a trompadas, le pegan al referí, se putean entre ellos, más que los jóvenes.
-- Y... --dijo Lito--. Las manías, cuando viejo, se agudizan...
-- Además, Chalo --Salvador ya había encontrado las llaves del auto entre los mil bolsillos de su bolsón deportivo--. El fútbol es asi. Hay tipos que descargan todas las jodeduras de toda la semana acá en la cancha. Yo he visto a tipos cagarse a trompadas en un partido de papi, en un mezclado, que no son ni por los puntos ni por nada. Un picado cualquiera y se han cagado a trompadas, oíme.
-- Sí --aprobó Chalo--. Son calenturas del juego...
-- Es así --cerró Salvador. Dijo "Chau muchachos", puso en duda su presencia para el difícil compromiso del sabado siguiente contra el Sarratea y se fue hacia el auto rengueando ostensiblemente de su pierna derecha.
Chalo se inclinó con esfuerzo hacia sus medias, ceñidas bajo las rodillas por dos banditas elásticas, y las fue bajando hasta enrollarlas sobre los tobillos. Recién allí cayó en la cuenta de cuanto necesitaba liberar su circulación sanguínea de tal tortura y se preguntó como había podido sobrevivir hasta ese momento bajo presión semejante. Volvió a recostarse contra la pared caliente.
-- De todas maneras --retomó-- por más que sean cosas del fútbol, esto de Pascual es difícil de entender.
-- No son cosas del fútbol, Chalo --dijo Lito, sin mirarlo.
-- Dejame de joder... ¡No iban más de cinco minutos!
-- No son cosas del fútbol, Chalo... --Lito hizo un paréntesis largo--. Acá el asunto viene de lejos. Un asunto de guita.
-- Ah... Ah... --se contuvo Chalo. Empezaba a comprender. Lito bajo la voz, confidente, como si alguien pudiese oirlo.
-- Pascual le salió de garantía de un crédito a Lalita. Y el Lalita lo cagó. De ahí viene la cosa.
-- Ahhh... Ese es otro cantar.
-- Claro... Eran socios, o algo así. A mí me conto el Hugo, que era cuñado del Lalita en esa época. Tenían una gomería o algo así, no sé muy bien. Y la cosa vino por el asunto del crédito.
-- Bueno, ya me parecía --dijo Chalo--. No te digo que uno no vaya a entender que dos tipos se agarren a piñas en un partido, porque es lo más común del mundo... Pero, cuando ya uno ve que un tipo, a los cuatro minutos de estar jugando, se cruza la cancha para estrolarlo a otro, y después se reputean de arriba a abajo... Ya sale de lo común, es sospechoso.
-- No --precisó Lito--. La cosa viene de antes. Son cosas extrafutbolísticas --. Con un esfuerzo digno de un levantador de pesas, Chalo se puso de pie.
-- Y ahora les van a dar como ocho fechas a cada uno--dijo.
-- Lo menos. Porque son reincidentes --aprobó Lito.


Fueron ocho las fechas, o diez, o quince. Lo cierto es que, en la segunda rueda, en el partido revancha contra Minerva, Pascual y Lalita estaban en la cancha. Hasta los veinte minutos del segundo tiempo no sucedió nada e incluso dio la impresión de que habían surtido efecto los reiterados consejos de los compañeros de ambos bandos en el sentido de que los seculares contendientes evitaran la conflagración. Hubo un par de cruces, sí, alguna trabada dura, fuerte pero abajo, pero Pascual y el Lalita ni se miraron después tras el choque, atentos a aquello de "reciba y pegue callado" que tantos futboleros pregonan virilmente. Pero, casi sobre el final, en una jugada tonta que no los tuvo como protagonistas directos, los envolvió esa violencia recurrente que parecía ser su sino. Hubo de nuevo corridas, gritos, insultos y el consabido intercambio de golpes entre Pascual y el Lalita, al punto que todos se olvidaron de los otros dos anónimos jugadores que habían iniciado la escaramuza para ocuparse de ellos. La tarjeta roja en alto, elevada por el árbitro con la firmeza y pomposidad con la que puede elevarse un cáliz, marcó, simplemente, el final de un nuevo capítulo para los duelistas.
Una hora después, sentados a una mesa de "El Morocho de Abasto", Chalo apuraba una cerveza con el Alemán. Y el Alemán no cesaba de preguntarse como podía ser Pascual tan pelotudo.
-- Es que... --inició Chalo, consciente de que quien tiene la información tiene el poder--. No es un fato meramente futbolístico, Alemán. Hubo un quilombo de guita entre ellos.
El Alemán lo miró, curioso.
-- Me contó Lito --siguió Chalo--. Una cuestión de un crédito. Parece que Pascual salió de garantía.
-- No --la respuesta del Alemán fue lo suficientemente breve y segura como para cortar a Chalo-- Eso fue después.
-- Me lo contó Lito.
-- Te lo contó Lito. Pero Lito solamente sabe esa parte porque el llegó al equipo hace tres años recién. Eso fue después. Yo sé la justa, Chalo. El quilombo fue de polleras. Lala, en la facultad, estuvo a punto de casarse con una mina y el Pascual se la chorió.
-- ¿En la facultad?
-- Y el Pascual se la chorió.
-- ¡Entonces se conocen de hace una punta de años!
-- ¡Añares! Amigos de pendejos. Entonces Pascual se casó con esa mina, su actual mujer para más datos, sin saber que la mina le había salido de garantía al Lalita en un crédito para una moto.
-- ¡Ah! ¡Y ese es el crédito famoso!
-- Ese es el crédito famoso. Por supuesto, Lalita, en llamas porque el otro le había choreado la mina, dejó de pagar el crédito, y el Pascual se tuvo que poner rigurosamente hasta el último mango. Eso le hizo un buen buco al Pascual.
-- Mirá vos. Así había sido la cosa.
En el camino de vuelta hasta la casa, Chalo no dejó de pensar en las mujeres, en el dinero, temas por siempre conflictivos que pueden llegar a torpedear una amistad, en apariencia milenaria, como la de Pascual y el Lalita. Y siguió cavilando sobre eso casi hasta el final de la segunda rueda, máxime que se había hecho bastante compinche con el Pascual mismo, hombre en el que había descubierto una afabilidad y un certero sentido del humor tras la apariencia rústica y silenciosa del áspero cuevero. Y quiso el destino ("empeñado en deshacer" diría el tango) que en la cuarta fecha del torneo Consuelo, volvieran a encontrarse en el campo con Minerva. Y que volvieran a enfrentarse sobre el campo de juego Pascual y Lalita, quienes, para colmo, no faltaban nunca a sus compromisos futboleros. Como arrastrados por un designio oriental y fatalista, los presentes asistieron puntualmente a las consabidas trompadas, insultos y forcejeos que terminaron, esta vez, con cinco hombres fuera de la cancha.
Suplente de un ocho nuevo que habían traído de "La Cortada", Chalo, recostado sobre un césped que se hacía yuyo, miraba el despelote desde bastante lejos, sin siquiera levantar la cabeza de la pelota que le servía de almohada, propiedad del hijo más chico del Cabezón Miraglia.
-- El asunto no es futbolístico, Cabezón --le confío, locuaz, al Cabezón Miraglia, que todavía estaba rumiando su bronca por no haber entrado de titular--. Hubo un problema de mujeres.
Miraglia no contestó. Siguió masticando chicle, mirando como el Pascual, desaliñado, caminaba hacia afuera de la cancha y se tiraba unos veinte metros más alla, en su ya remanido sendero hacia el exilio de la expulsión.
El Cabezón giró hacia Chalo, se acercó un poco más como para que el viento que favorecía al equipo adversario no llevara sus palabras hacia Pascual y, mientras pateaba prolijamente un hormiguero, le dijo al Chalo:
-- Eso fue después, Chalo.
-- ¿Como después?
-- Lo de la mina fue después. La cosa fue política, más que nada...
Chalo frunció el entrecejo sin quitar sus manos entrelazadas de bajo la nuca, sintiendo el roce auténtico y voluptuoso de la pelota a gajos hexagonales. Le parecía mentira asistir a ese relato por capítulos futbolísticos, fecha a fecha, expulsión tras expulsión, que lo iba ahondando en la vida de dos sujetos conocidos casualmente en las canchas de fútbol, abocados a la defensa de una divisa. El Cabezón se agachó para seguir contando.
-- En la secundaria, Pascual era dirigente estudiantil de izquierda. Estaba en una de esas agrupaciones como el P.T.P., el R.T. nosecuanto, una de esas. Te estoy hablando de los sesenta. Y el Lalita militaba con él. Y un día, yo pienso que debe haber habido uno de esos clásicos celos por la dirigencia, una cosa así, el Lalita se aparece en la escuela, ya estarían por sexto año, con una foto del Pascual, de traje blanco, bailando en una fiesta del Jockey Club.
-- ¡No me jodás! --se asombró Chalo.
-- ¡Te imaginás! --se rió el Cabezón--. En esa época, pasabas nomás frente al Jockey Club y ya eras un conservador, un facho...
-- ¡Claro! Estaba todo tan politizado...
-- Y de traje blanco para colmo el Pascual. En una de esas fiestas a todo culo que se daban ahí.
-- Lo crucificaron.
-- Lo hicieron mierda. Los compañeros de ruta no se lo perdonaron.
-- El Pascual habrá dicho que el puesto que no se ocupa lo ocupa el enemigo --volvió a reírse Chalo.
-- No sé, no sé. Pero se le acabó la carrera política. Pasó de golpe a ser un chancho burgués, un enemigo de la clase obrera.
Se quedaron un rato en silencio, mirando el partido. Tatino acababa de perderse un gol increíble.
-- Es por eso que, después... --retomó el Cabezón--. Pascual se empecinó en afanarle la mina al Lalita. Porque creo yo que fue un capricho, nomás. En venganza.
-- Pero mirá vos --se quedó pensativo, Chalo, mirando al cielo. El Cabezón había empezado a trotar porque Salvador le gritaba "Calentá, calentá!", mientras se agarraba el rebelde aductor derecho que lo tenía loco desde hacía mucho.
Fue Pascual quien le pidió a Chalo que lo alcanzara con el auto. Se había puesto un viejo pantalón de salir sobre el pantaloncito de fútbol y después se había vuelto a calzar pero sin atarse los trabajosos cordones, a los que arrastró hasta que salieron del predio. "Un chico" comparó Chalo, mientras desestimaba la idea de decirle que se atara los cordones porque se podía cagar de un golpe. Y luego, ya en el auto, siguió dando vueltas a los conceptos de dinero, mujeres y política, que entreveraban sus coordenadas y llevaban a dos personas mayores, como Pascual y Lalita, a romperse literalmente la crisma del mismo modo formal y caballeresco con que aquellos románticos personajes cruzaban sus espadas en el relato de Conrad.
--... porque me han dicho que vos, con el Lalita, se conocen de hace mucho --se animó a decirle, por fin, al Pascual, tras un largo silencio en el auto, solo amenizado por el sobrio comentario radial de José Pipo Parattore desde el estadio "Gabino Sosa" de Central Córdoba. El mismo Pascual le había dado pie, tras quejarse de que le ardía una peladura en la rodilla y tambien el piñón voleado que le había acertado Lalita en medio del despelote.
-- Mucho. Demasiado --crispó una sonrisa, Pascual, tocándose una ceja--. Es al pedo --concluyó, con esa críptica frase donde no se entendía bien si encerraba un escepticismo existencial frente al misterio de la vida, o una desalentada conclusión ante el inútil acopio de años de amistad, o de la convicción del guerrero de cara a una lucha que adivina estéril e inconducente.
-- Pero... claro... --se animó Chalo, quizá ante la ambiguedad de la afirmación de Pascual--. Me contaban que no es un asunto futbolero, ¿no? De lo contrario, sería difícil de entender. Por más que uno entienda perfectamente que te podes cagar a trompadas incluso jugando un cabeza en un pasillo...
Pascual volvió a sonreir, o quizá fue solo la expulsión de un poco de aire de sus pulmones.
-- ¿Qué te contaron? --apuró.
Chalo esgrimió la mano derecha en el aire, como espantando una mosca, antes de depositarla de nuevo sobre la palanca de cambios.
-- El asunto de un crédito --intentó ser vago--. Un fato relacionado con la política, algo así...
Omitió el detalle de la mujer, temiendo meterse en temas demasiado privados o bien deschavar al ocasional informante. Pascual estiró otra sonrisa apretada mientras se tocaba la nariz. Pareció que iba a sumirse en uno de sus habituales silencios de cuevero. Pero la siguió.
-- Te informaron mal --dijo.
-- Bueno... te cuento...--mintió Chalo-- que no fueron conversaciones formales. Fueron, digamos, comentarios al pasar, opiniones...
-- Ya sé, ya sé... Pero te informaron mal.
Ya habían llegado. Chalo puteó para sus adentros. Tal vez hubiese debido retrasar la marcha, pero la maniobra dilatoria hubiera sido demasiado ostensible. Pascual abrió la puerta de su lado, puso el bolso sobre sus muslos y saco el pie derecho como para bajarse. "Me pierdo el final" pensó Chalo.
Pascual se había tomado del borde del techo del auto con su mano diestra para dar el envión de salida. Era muy grandote.
-- ¿Sabés de cuando lo conozco yo al Lalita? --dijo, pese a todo--. ¿Sabés de cuando lo conozco yo a ese hijo de puta? --Chalo lo miraba fijo--. De cuando teníamos los dos cinco años y jugábamos en el baby del club Fisherton.
-- Mirá vos --dijo el Chalo.
-- ¿Y sabés de donde arranca todo? ¿Sabés de donde arranca la bronca?
Chalo negó con la cabeza.
-- De un día en que jugábamos contra El Torito y al Lalita le hacen un penal y nos peleamos por patearlo. Mirá lo que te digo. Cinco años teníamos.
Pascual, ya incorporado, medio cuerpo metido dentro del auto, osciló los cinco dedos de su mano derecha frente a los ojos de Chalo.
-- ¿Qué? --amagó reirse Chalo--. ¿Lo quería patear él?
-- ¡Tomá, patear él! --percutió el puño cerrado como un émbolo, Pascual--. El penal se lo habían hecho a él, pero el que los pateaba siempre era yo. Esa era la orden que yo tenía del director técnico. Pero él ya era un pendejo caprichoso. Y nos cagamos a trompadas --Pascual se refregó la cara con la palma de la mano, como con intención de desfigurarse--. ¡Cómo nos cagamos a trompadas ese día, Dios querido! Y de ahí viene todo...
Se irguió por completo y cerró la puerta. Chalo se inclinó un poco para verle la cara.
-- ¿De ahí viene todo?
-- De ahí. Lo demás llega por añadidura. Pero el quilombo empieza con aquel penal.
Pascual dijo chau con la mano y se metió en su casa. Chalo puso primera y se fue, pensando. La vida era mas simple de lo que uno suponía, al final de cuentas.

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