29.3.10

Miedos


“¡No somos nada!”, susurró Angélica Ordoñez al tiempo que apoyaba su condescendiente diestra en el hombro de Virginia, la mujer del malogrado dueño de la Ranger negra. Víctor, asi se llamaba el difunto, tuvo la mala idea de enfrentar a escopetazo limpio a los chorros que entraron a su casa, con tanta mala suerte que al trabarse el arma uno de los cacos le saltó encima y lo mató de un fuerte culatazo en la sien.
Ahora estaban todos menos el renegado de Laporta, quién dijo que él “no perdía el tiempo en pavadas”, electrificando esa misma tarde las rejas de su jardín. Los demás iban llegando de a uno o en pares a la casa de Estelita, una anfitriona de lujo que había preparado té con scones, aunque el ánimo no estaba para bollos.
Virginia restregaba un pañuelo blanco sin poder dejar de lagrimear. Había rehusado más de una vez el pedido de varios de los presentes de irse a descansar, mientras repetía casi mecánicamente que tenía que estar “en nombre de mi marido”.
Caía la apacible tarde de abril y nadie le hacía honor a los scones. Solo Virginia sorbía la infusión ya helada, con los ojos encastrados en la adorable vista vegetal que se colaba por el enorme ventanal de la sala.
El grito de gol de Axel, el mayor de los dueños de casa, sobresaltó a la vieja Ordoñez, quién se llevó la mano al corazón como el que percibe la cercanía del infarto. Estelita hizo que el chico apagara la Play, mientras se deshacía en disculpas con sus vecinos. La tensión dominaba el ambiente y a nadie se le caía una idea.
Trataron sin suerte de no redundar en los hechos del último domingo, por respeto a la viuda presente, pero el tema volvía con cada ejemplo de posible solución, que eran en realidad la enumeración de viejas e inútiles recetas.
Se habló de una Comisión de Seguridad, de cambiar la empresa de vigilancia, de un arreglo con el comisario y hasta de trampas para osos…
La noche era ya una realidad cuando Vicente Dupont se paró y se fue, no sin antes largar su acostumbrada perorata: “hay que ir a la villa con unos cuantos bidones de nafta…a la noche nadie se va a dar cuenta…yo pongo la camioneta. Hay que matarlos a todos”.
Estelita se entristeció por dentro. Juan, su marido, la miraba con ojos vidriosos y pensaba que nunca antes había compartido una tarde con sus vecinos. Extrañamente no lo sorprendió ese pensamiento.
La reunión se levantó sin novedades. Quedaron en seguirla el otro sábado. Jugaba River y Mastrossimone trotó por el sendero de piedras que marcaba la salida de la propiedad. Tenía platea permanente y estaba llegando tarde.
El resto lo siguió. Virginia fue la última en salir. Estelita la despidió con un fuerte abrazo. Se podía decir que eran amigas.
Algunos grillos raspaban las patas y los perros comenzaron su sinfonía nocturna. En la cocina Estela encontró a Adelfa, la doméstica, hablando por teléfono. Otra vez, si. Se paró frente a ella en silencio. La mujer, al percibirla tras de sí apuró el dialogo y cortó. Sus últimas palabras fueron “si si, está todo bien, todo tranquilo, chau”.
La patrona la miró y Adelfa ensayó una disculpa algo confusa: “era mi mamá. Tiene 90 años y no está bien…tiene miedo de morirse, vió como son los viejos…”.
Desde arriba, atronador, Axel volvió a gritar un gol virtual.