A mi viejo Chacho, siempre. A Pato.
A los hinchas. A los nuestros.
“¿Y? Tocala boludo, abrazala!
Es la Copa Libertadores !”. Lucas no daba crédito a lo que sus ojos
veían. A menos de dos metros de donde estaba parado, el señorial trofeo lucía
arrogante toda su estampa. Era bastante grande, tanto que desde donde se
encontraba, el recién llegado podía leer todas las chapitas con los nombres de
los campeones: Boca, Peñarol, Cruzeiro, Independiente, Olimpia, San Pablo…y
Estudiantes, otra vez. Un leve sollozo interno hizo temblar su respiración al
leer el nombre de su equipo, y una lágrima empujó con prepotencia el portón del
ojo, como cuando espera con los muchachos para que la cana abra la reja al
final de cada partido.
Mencho lo despertó de su
ensoñación con un suave pero firme empujón a la altura de los omóplatos, lo
suficiente como para hacerlo aterrizar al pie de la conquista tan deseada.
Cuando levantó la vista, su naríz quedó a centímetros de la lata, que ahora
reflejaba la mueca incrédula de un hincha en estado de éxtasis. De pronto
sintió la frente empapada, sus piernas flaquearon y las manos revolvían ciegas
la cámara de fotos que yacía en algún remoto lugar de la mochila que llevaba
consigo. Descubrió que quería decir algo, pero su lengua no respondía a la
orden del cerebro. Unos segundos después, y no con poco esfuerzo, alcanzó a
balbucear unos vocablos mirando levemente hacia atrás, casi con el ademán ya
que en realidad no sacó nunca los ojos del trofeo. Lucas dijo, “¿Es en serio la
copa?”
Lo que siguió, fueron los
abrazos interminables con sus amigos de la cancha, que luego de haberlo dejado
a solas con el asunto, asumían repentinamente el papel de sacerdotes
bautismales en la puerta de recepción del mismísimo paraíso. La Copa , la verdadera, solo para
ellos durante las próximas horas.
Bueno, “solos” es una
forma de decir. Un poco más allá, dos señores que él no conocía charlaban
amenamente y vaso en mano, algo apartados del grupo principal. Eran los
dirigentes. Si no le habían informado mal, el canoso era el hermano de Beto. De
ahí venía el arreglo.
En fin, cuando Lucas quiso
darse cuenta, se halló a si mismo con un vaso de vino en la mano, riendo a las
escupidas con un pedazo enorme de picado grueso y pan en el moflete. Oscar y
Víctor estaban con la carne, y todos los demás con él incluido, habían copado
la punta de una mesa larga plagada de platos, vasos, cubiertos y un batallón de
vinos de distintas procedencias que cada uno de los comensales fue depositando
a manera de ofrenda, luego de recuperar el aliento tras el impacto de tocarla.
A ella.
Por supuesto, y como era
de esperar, no se hablaba de otra cosa que del partido. Y los festejos. Bichi
los hizo cagar de risa cuando contó con lujos de detalles, como sus hermanos lo
hicieron cumplir la promesa de mearle el auto al tripero del depto de abajo, como
si el tipo no tuviera suficiente con los gritos, las cornetas y las bocinas de
la calle. Morelli y su hijo mayor, Santiago, se ufanaban del cajón de cerveza
que se habían bajado en Belo Horizonte la misma madrugada del partido y Maxi,
casi sin voz, se esforzó al límite para explicar como llegó a tocar a la Gata la noche de la
municipalidad. Parecía mentira que solo hubieran pasado cinco dias. La emoción,
las risas, el resabio de los nervios de la final, todo parecía un cuento
fantástico, pero esta posibilidad de estar con la copa, era algo absolutamente
impensado para él y para los demás. Sin lugar a dudas, estaba viviendo un
momento colectivo histórico, pero además, era parte de un grupo de selectos
elegidos, una especie de cofradía tribunera iluminada desde los cielos por Don Osvaldo,
por Mangano o quién sabe que otra deidad misteriosa pero bien pincharrata, que
por algún motivo que aún no alcanzaba a comprender, los había depositado a
ellos en ese lugar tan privado, solos con ella.
Cada tanto se daba vuelta
para mirarla, orgulloso. Pensó en su abuelo Carmelo cuando lo llevaba al pino
de 115; en su viejo, plateísta acérrimo pero hincha como pocos; pensó en los
pibes del barrio juntando las monedas para pagar el micro de la filial…pensó en
su abuela atando nudos inútiles durante los años de malaria…”si no gana el
pincha, no te desato”. Tantas tardes cabizbajas, arrastrando las patas por 1…Se
le licuaron los ojos e hipó como un bebé.
Y ahora estaban ahí,
masticando un costillar, tomando como reyes y llenándose la vista con la Copa , que presidía la reunión
apoyada sobre una mesita que el dueño de casa le afanó a la hija de la pieza.
De tanto en tanto, Lucas relojeaba a los
veteranos dirigentes que, más medidos y concentrados en su tarea de custodiar
el trofeo, se habían acomodado en el extremo más cercano al improvisado altar y
llenaban sus vasos con gaseosa light. Si bien eran educados y hasta gentiles
con el grupo, lucían ese aire distinguido de los políticos, una pátina de
superioridad que no les permitía jamás ser uno más, asumiendo desde el vamos la
seriedad de la tarea encomendada. Beto pidió especialmente a los demás que “no
le rompan las bolas a su hermano” (así dijo), preguntando intimidades del
plantel o detalles de la interna del club, que esa era la condición principal
del acuerdo por esa noche de exclusividad y que el que la rompiera, iría “a
dormir la mona solo a su casa”. Claro que todos estuvieron de acuerdo, pero en
la dinámica se escaparon algunas excitadas elucubraciones etílicas que
incluyeron miradas cómplices hacia los silenciosos hombres de la Comisión , que respondían
con leves sonrisas y gestos de brindis, como sacándose la cosa de encima. Y más
allá de fugaces señales de acogotamiento de parte del Beto hacia el
circunstancial infractor, hay que decir que los muchachos se comportaron
bastante. Hasta ahí todo bien.
El problema, como casi
siempre, arrancó por Oscar. El Oscar es de esos tipos tranquilos, mansos, de
poco hablar. Esa gente de la que se suele decir “es más bueno que Lassie atada”.
Asi es él. Pero…siempre hay un pero. Cuando chupa, se le sale la cadena. Mal. Y
había una larga lista de acontecimientos que así lo avalaban. Anécdotas lógicas
de 20 o 30 años compartidos en el tablón. Siempre saltaba la de la cancha de
Colón, cuando tuvieron que salir corriendo de una fonda cercana al estadio
sabalero porque Oscar se mamó con un tinto de la casa y se le dio por decir (¡por
gritar!) que Unión se la bancaba más por tener los mismos colores que
Estudiantes. El banderín rojinegro que colgaba detrás del mostrador pareció no
ser suficiente advertencia. O en Córdoba, cuando pasado de fernet le quiso
hacer un mano a mano a un kiosquero hincha de Belgrano con el que discutió
acaloradamente un vuelto en un bolichito en el que pararon a comprar puchos. El
tipo era el hermano del jefe de la barra celeste, y salvaron los dientes porque
Maxi estaba afilado con la combi y pudieron rajar haciendo zig-zag cerca del
Chateau. Así, muchas historias, capítulos oscuros en la vida de un hombre que
en la semana se ganaba la vida laburando de portero de un colegio privado del
centro, y al que a primera vista era imposible relacionarlo con alguna trifulca
futbolera. Pero sabemos como es esto: la gente en la cancha se transforma, a
veces al punto de asustar a sus propios amigos.
En fin, la cosa es que a
los postres, ese pack de forwards que formaban los tintos y los rosados en la
punta de la mesa, desapareció casi por completo, lo que en otros términos
significaba que se habían tomado la vida. Lucas intentó varias veces pararse
para ir al baño, pero entre la modorra y el mareo lo convencían fácil de no
despegar el culo de la silla. Cuando por fin su vejiga era una bolsa a punto de
estallar, se incorporó con la ayuda del hombro de alguien y encaró el baño con
el firme propósito de evitar el balanceo, seguro blanco de burlas. Pero no fue
así. Y no porque no se moviera, de hecho trastabilló con un pequeño desnivel
que había a mitad de camino, que lo hizo darse discretamente la vuelta para
saber si había sido alertado por los otros. Recién ahí cayó en la cuenta que
todos estaban tan en pedo, que nadie podía hacerse cargo de mucho más que su
propia humanidad. Cuando volvía de su pequeña aventura higiénica, luego de
luchar por varios minutos contra la rebeldía del botón del trono, pudo ver el
momento exacto en el que la Copa
golpeaba duramente contra el cerámico, expulsando varios metros al hombrecito
de arriba, que aterrizó suave en la
punta de una de sus zapatillas. Al ampliar la mirada el cuadro era dantesco:
todos y cada uno de sus amigos, estaban paralizados y boquiabiertos, con el
gesto desencajado del que le acaban de comunicar la muerte sorpresiva de
alguien muy querido.
Automáticamente y sin
saber por qué, los ojos de Lucas buscaron a Oscar, quién asumiendo su desgraciado
rol, comenzaba a ensayar con lágrimas en los ojos, toda clase de justificativos
banales e inentendibles por ilógicos, pero sobretodo, porque la mamúa le
arrastraba las palabras hasta formar un matete insoportable, repetitivo y
lacónico. Beto se abalanzó sobre él, que de no haber sido protegido por los
demás, hubiera sucumbido bajo el enorme pedazo de quebracho que el dueño de
casa manoteó a la pasada del bajo parrilla, con un claro objetivo destructivo.
Al mismo tiempo, el dirigente que no era el hermano de Beto, se desplomó en su silla aparentemente
por un ataque de presión por el disgusto, lo que hizo reaccionar al resto de
los muchachos, que permanecían congelados en sus asientos sin entender nada. El
canoso arrancó a las puteadas y repartió amenazas por doquier, mientras
abofeteaba a su compañero de la
Comisión para hacerlo volver en sí. Así, de sopetón, la
fiesta devino en tragedia de una manera tan poco lógica como la que domina al
fútbol. Dinámica de lo impensado.
¿Pero que pasó?
Aparentemente, (porque a ciencia cierta nadie vió el momento exacto del
suceso), Oscar se paró de golpe con su cámara y quiso autoretratarse felíz y
borracho con la trompa cerca del premio, pero en la maniobra se apoyó demasiado
en la mesita, la que perdió una de sus patas y fue a dar con el trofeo al piso.
Para matarlo.
Morelli, en su condición
de cardiólogo, se encargó del dirigente desvanecido, que en pocos minutos
recuperó la conciencia y, lentamente, la natural postura erguida. Otros dos lo
trabajaban al Beto, que transpiraba como chancho y su piel no bajaba del bordó
de la calentura. A Oscar se lo llevó Maxi en el auto, conciente de que su
permanencia en el lugar era su segura defunción. El resto, con Lucas incluído,
despejaron la mayor parte de la mesa grande y trasladaron la Copa con sumo cuidado,
recordando las grandilocuentes maniobras de una obra en construcción. Una vez
allí la reunieron con el golpeado hombrecito, que había sido custodiado
especialmente en algún bolsillo para evitar el daño colateral del extravío. Y
ahora venía lo más difícil: pegar el muñeco.
Por suerte, Beto pudo
despejarse un poco luego de meter el mate en el chorro helado de la piletita
del quincho, y recordó que en la caja de herramientas tenía uno de esos
pegamentos con dibujitos de monos. Mientras fue a buscarlo, los demás debatían
los pormenores de la operación, concientes que pendía sobre ellos la implícita
amenaza del canoso dirigente que, como un poseso, se masajeaba las sienes al
tiempo que parecía decirles con la vista “¡derecho de admisión!”.
Fue en ese momento en el
que Lucas sintió que debía hacer un sacrificio, por el grupo, por el club y por
él mismo. Algo muy importante estaba en juego y entendió que esa era la
oportunidad histórica de devolverle a la institución todos y cada uno de los
momentos maravillosos que le tocó vivir con la roja y blanca puesta, cada
triunfo, cada batalla ganada, cada epopeya en tierras lejanas, e incluso, cada
lágrima de tristeza por las derrotas sin las cuales hubiera sido imposible
dimensionar el verdadero valor del éxito deportivo, que en Estudiantes fue
siempre hijo de la humildad y el esfuerzo colectivo. Corrió su silla
intempestivamente con el impulso de sus piernas y, poniéndose de pie, solicitó
el pegamento con un enérgico movimiento de su mano derecha, tan convincente y
decidido que sobresaltó al resto. Beto colocó la cajita amarilla en su palma
tal como el instrumentista lo hace con el bisturí hacia el médico, y recuperó
la posición, expectante como los otros de lo que iba a pasar. Entonces Lucas
pidió a Mencho y a Santi que sostuvieran firme la base, al tiempo que él
trepaba a su silla para ganar altura, la suficiente como para poder maniobrar
cómodo. Estudió por unos instantes las distintas perspectivas, hizo varias
pruebas de posición, y al fin, colocó una muy medida cantidad de pegamento en
ambas superficies y las unió. Limpió los bordes con una pequeña gamuza húmeda y
tomó distancia mientras largaba una gran bocanada de aire contenido. No volaba
una mosca, y el silencio era levemente alterado por el ladrido de “Tom”, el
perro de Beto atado en el jardín delantero de la casa.
“Ya está”, dijo al tiempo
que se dejaba caer en la silla de mimbre. Los demás resoplaron exhaustos
mientras pasaban sus manos cariñosas por el pelo y los hombros de Lucas, luego
de comprobar desde todos los ángulos, que no se notaba en absoluto la
quebradura del pequeño jugador. Si no hubiera sido por la parrilla y los
banderines que colgaban de las paredes, cualquiera diría que se trataba de la
sala de control de la NASA
luego del alunamiento de Armstrong y compañía.
Los dirigentes no
esperaron ni cinco minutos, y con cara de pocos amigos, colocaron sobre la Copa una franela color
violeta que hasta ese momento pasaba inadvertida en uno de los rincones del
quincho, e iniciaron la retirada sin saludar a nadie. El hermano del Beto, el
canoso, se perdió por el parque con la carga y el otro, aún aturdido por el
desmayo, demoró algo más en llegar a la puerta y cuando al fin lo hizo, giró el
cuerpo, les apuntó con el dedo y disparó: “…y ya saben: si quieren seguir yendo
a la cancha, de esto, nada a nadie. A na-die!”, poniendo el énfasis en la
última palabra, a la que separó en sílabas como hacen los padres con los hijos.
De más está decir que ninguno se atrevió más que a aprobar en silencio con la
cabeza, y el más osado susurró un nada convincente “vaya tranquilo, Don”.
Lucas miró a su alrededor
y no lo podía creer, el ambiente era de sala de espera de una terapia
intensiva. Alguien tiró un chiste sobre Gimnasia como para distender, pero
apenas logró arrancar una leve risita entre dientes. Víctor propuso hacer unos
chorizos el sábado como para levantar el ánimo, pero nadie le dió pelota. “Bue,
a apolillar que mañana se labura” sentenció Santiago mientras se paraba, y
ninguno le discutió la máxima. “Haceme acordar que lo reviente a ese hijo de
puta el domingo”, dijo Bichi jugando con las llaves del auto, ya de camino a la
vereda. Estaban exhaustos por la tensión de lo vivido, tanto que ni siquiera
repararon que de los nervios se les había ido el pedo a todos.
El aire fresco de la
puerta pareció despabilarlos un poco más, y mientras se despedían apareció
alguna de esas cargadas pavotas que solo los grandes amigos pueden permitirse
sin falsedades. No había un alma en la calle, como siempre en La Plata a esa hora de un dia
de semana.
Lucas encaró el auto,
distante unos veinte metros de la casa del Beto. Abrió la puerta y entró
tiritando. El rocío estaba espeso. Se quedó unos instantes pensativo, hasta que
un agudo golpe en el vidrio del acompañante lo sobresaltó. Era Mencho, que
sostenía su bicicleta con una mano mientras con la otra le hacía el inequívoco
gesto de abrir la ventanilla.
“Viste, al final no era
verso: la copa la levantamos entre todos”.
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