16.7.13

Solos con ella


A mi viejo Chacho, siempre. A Pato. 
A los hinchas. A los nuestros.

“¿Y? Tocala boludo, abrazala! Es la Copa Libertadores!”.  Lucas no daba crédito a lo que sus ojos veían. A menos de dos metros de donde estaba parado, el señorial trofeo lucía arrogante toda su estampa. Era bastante grande, tanto que desde donde se encontraba, el recién llegado podía leer todas las chapitas con los nombres de los campeones: Boca, Peñarol, Cruzeiro, Independiente, Olimpia, San Pablo…y Estudiantes, otra vez. Un leve sollozo interno hizo temblar su respiración al leer el nombre de su equipo, y una lágrima empujó con prepotencia el portón del ojo, como cuando espera con los muchachos para que la cana abra la reja al final de cada partido.
Mencho lo despertó de su ensoñación con un suave pero firme empujón a la altura de los omóplatos, lo suficiente como para hacerlo aterrizar al pie de la conquista tan deseada. Cuando levantó la vista, su naríz quedó a centímetros de la lata, que ahora reflejaba la mueca incrédula de un hincha en estado de éxtasis. De pronto sintió la frente empapada, sus piernas flaquearon y las manos revolvían ciegas la cámara de fotos que yacía en algún remoto lugar de la mochila que llevaba consigo. Descubrió que quería decir algo, pero su lengua no respondía a la orden del cerebro. Unos segundos después, y no con poco esfuerzo, alcanzó a balbucear unos vocablos mirando levemente hacia atrás, casi con el ademán ya que en realidad no sacó nunca los ojos del trofeo. Lucas dijo, “¿Es en serio la copa?”
Lo que siguió, fueron los abrazos interminables con sus amigos de la cancha, que luego de haberlo dejado a solas con el asunto, asumían repentinamente el papel de sacerdotes bautismales en la puerta de recepción del mismísimo paraíso. La Copa, la verdadera, solo para ellos durante las próximas horas.
Bueno, “solos” es una forma de decir. Un poco más allá, dos señores que él no conocía charlaban amenamente y vaso en mano, algo apartados del grupo principal. Eran los dirigentes. Si no le habían informado mal, el canoso era el hermano de Beto. De ahí venía el arreglo.
En fin, cuando Lucas quiso darse cuenta, se halló a si mismo con un vaso de vino en la mano, riendo a las escupidas con un pedazo enorme de picado grueso y pan en el moflete. Oscar y Víctor estaban con la carne, y todos los demás con él incluido, habían copado la punta de una mesa larga plagada de platos, vasos, cubiertos y un batallón de vinos de distintas procedencias que cada uno de los comensales fue depositando a manera de ofrenda, luego de recuperar el aliento tras el impacto de tocarla. A ella.
Por supuesto, y como era de esperar, no se hablaba de otra cosa que del partido. Y los festejos. Bichi los hizo cagar de risa cuando contó con lujos de detalles, como sus hermanos lo hicieron cumplir la promesa de mearle el auto al tripero del depto de abajo, como si el tipo no tuviera suficiente con los gritos, las cornetas y las bocinas de la calle. Morelli y su hijo mayor, Santiago, se ufanaban del cajón de cerveza que se habían bajado en Belo Horizonte la misma madrugada del partido y Maxi, casi sin voz, se esforzó al límite para explicar como llegó a tocar a la Gata la noche de la municipalidad. Parecía mentira que solo hubieran pasado cinco dias. La emoción, las risas, el resabio de los nervios de la final, todo parecía un cuento fantástico, pero esta posibilidad de estar con la copa, era algo absolutamente impensado para él y para los demás. Sin lugar a dudas, estaba viviendo un momento colectivo histórico, pero además, era parte de un grupo de selectos elegidos, una especie de cofradía tribunera iluminada desde los cielos por Don Osvaldo, por Mangano o quién sabe que otra deidad misteriosa pero bien pincharrata, que por algún motivo que aún no alcanzaba a comprender, los había depositado a ellos en ese lugar tan privado, solos con ella.
Cada tanto se daba vuelta para mirarla, orgulloso. Pensó en su abuelo Carmelo cuando lo llevaba al pino de 115; en su viejo, plateísta acérrimo pero hincha como pocos; pensó en los pibes del barrio juntando las monedas para pagar el micro de la filial…pensó en su abuela atando nudos inútiles durante los años de malaria…”si no gana el pincha, no te desato”. Tantas tardes cabizbajas, arrastrando las patas por 1…Se le licuaron los ojos e hipó como un bebé.
Y ahora estaban ahí, masticando un costillar, tomando como reyes y llenándose la vista con la Copa, que presidía la reunión apoyada sobre una mesita que el dueño de casa le afanó a la hija de la pieza. De tanto en tanto,  Lucas relojeaba a los veteranos dirigentes que, más medidos y concentrados en su tarea de custodiar el trofeo, se habían acomodado en el extremo más cercano al improvisado altar y llenaban sus vasos con gaseosa light. Si bien eran educados y hasta gentiles con el grupo, lucían ese aire distinguido de los políticos, una pátina de superioridad que no les permitía jamás ser uno más, asumiendo desde el vamos la seriedad de la tarea encomendada. Beto pidió especialmente a los demás que “no le rompan las bolas a su hermano” (así dijo), preguntando intimidades del plantel o detalles de la interna del club, que esa era la condición principal del acuerdo por esa noche de exclusividad y que el que la rompiera, iría “a dormir la mona solo a su casa”. Claro que todos estuvieron de acuerdo, pero en la dinámica se escaparon algunas excitadas elucubraciones etílicas que incluyeron miradas cómplices hacia los silenciosos hombres de la Comisión, que respondían con leves sonrisas y gestos de brindis, como sacándose la cosa de encima. Y más allá de fugaces señales de acogotamiento de parte del Beto hacia el circunstancial infractor, hay que decir que los muchachos se comportaron bastante. Hasta ahí todo bien.
El problema, como casi siempre, arrancó por Oscar. El Oscar es de esos tipos tranquilos, mansos, de poco hablar. Esa gente de la que se suele decir “es más bueno que Lassie atada”. Asi es él. Pero…siempre hay un pero. Cuando chupa, se le sale la cadena. Mal. Y había una larga lista de acontecimientos que así lo avalaban. Anécdotas lógicas de 20 o 30 años compartidos en el tablón. Siempre saltaba la de la cancha de Colón, cuando tuvieron que salir corriendo de una fonda cercana al estadio sabalero porque Oscar se mamó con un tinto de la casa y se le dio por decir (¡por gritar!) que Unión se la bancaba más por tener los mismos colores que Estudiantes. El banderín rojinegro que colgaba detrás del mostrador pareció no ser suficiente advertencia. O en Córdoba, cuando pasado de fernet le quiso hacer un mano a mano a un kiosquero hincha de Belgrano con el que discutió acaloradamente un vuelto en un bolichito en el que pararon a comprar puchos. El tipo era el hermano del jefe de la barra celeste, y salvaron los dientes porque Maxi estaba afilado con la combi y pudieron rajar haciendo zig-zag cerca del Chateau. Así, muchas historias, capítulos oscuros en la vida de un hombre que en la semana se ganaba la vida laburando de portero de un colegio privado del centro, y al que a primera vista era imposible relacionarlo con alguna trifulca futbolera. Pero sabemos como es esto: la gente en la cancha se transforma, a veces al punto de asustar a sus propios amigos.
En fin, la cosa es que a los postres, ese pack de forwards que formaban los tintos y los rosados en la punta de la mesa, desapareció casi por completo, lo que en otros términos significaba que se habían tomado la vida. Lucas intentó varias veces pararse para ir al baño, pero entre la modorra y el mareo lo convencían fácil de no despegar el culo de la silla. Cuando por fin su vejiga era una bolsa a punto de estallar, se incorporó con la ayuda del hombro de alguien y encaró el baño con el firme propósito de evitar el balanceo, seguro blanco de burlas. Pero no fue así. Y no porque no se moviera, de hecho trastabilló con un pequeño desnivel que había a mitad de camino, que lo hizo darse discretamente la vuelta para saber si había sido alertado por los otros. Recién ahí cayó en la cuenta que todos estaban tan en pedo, que nadie podía hacerse cargo de mucho más que su propia humanidad. Cuando volvía de su pequeña aventura higiénica, luego de luchar por varios minutos contra la rebeldía del botón del trono, pudo ver el momento exacto en el que la Copa golpeaba duramente contra el cerámico, expulsando varios metros al hombrecito de arriba, que  aterrizó suave en la punta de una de sus zapatillas. Al ampliar la mirada el cuadro era dantesco: todos y cada uno de sus amigos, estaban paralizados y boquiabiertos, con el gesto desencajado del que le acaban de comunicar la muerte sorpresiva de alguien muy querido.
Automáticamente y sin saber por qué, los ojos de Lucas buscaron a Oscar, quién asumiendo su desgraciado rol, comenzaba a ensayar con lágrimas en los ojos, toda clase de justificativos banales e inentendibles por ilógicos, pero sobretodo, porque la mamúa le arrastraba las palabras hasta formar un matete insoportable, repetitivo y lacónico. Beto se abalanzó sobre él, que de no haber sido protegido por los demás, hubiera sucumbido bajo el enorme pedazo de quebracho que el dueño de casa manoteó a la pasada del bajo parrilla, con un claro objetivo destructivo. Al mismo tiempo, el dirigente que no era el hermano de  Beto, se desplomó en su silla aparentemente por un ataque de presión por el disgusto, lo que hizo reaccionar al resto de los muchachos, que permanecían congelados en sus asientos sin entender nada. El canoso arrancó a las puteadas y repartió amenazas por doquier, mientras abofeteaba a su compañero de la Comisión para hacerlo volver en sí. Así, de sopetón, la fiesta devino en tragedia de una manera tan poco lógica como la que domina al fútbol. Dinámica de lo impensado.
¿Pero que pasó? Aparentemente, (porque a ciencia cierta nadie vió el momento exacto del suceso), Oscar se paró de golpe con su cámara y quiso autoretratarse felíz y borracho con la trompa cerca del premio, pero en la maniobra se apoyó demasiado en la mesita, la que perdió una de sus patas y fue a dar con el trofeo al piso. Para matarlo.
Morelli, en su condición de cardiólogo, se encargó del dirigente desvanecido, que en pocos minutos recuperó la conciencia y, lentamente, la natural postura erguida. Otros dos lo trabajaban al Beto, que transpiraba como chancho y su piel no bajaba del bordó de la calentura. A Oscar se lo llevó Maxi en el auto, conciente de que su permanencia en el lugar era su segura defunción. El resto, con Lucas incluído, despejaron la mayor parte de la mesa grande y trasladaron la Copa con sumo cuidado, recordando las grandilocuentes maniobras de una obra en construcción. Una vez allí la reunieron con el golpeado hombrecito, que había sido custodiado especialmente en algún bolsillo para evitar el daño colateral del extravío. Y ahora venía lo más difícil: pegar el muñeco.
Por suerte, Beto pudo despejarse un poco luego de meter el mate en el chorro helado de la piletita del quincho, y recordó que en la caja de herramientas tenía uno de esos pegamentos con dibujitos de monos. Mientras fue a buscarlo, los demás debatían los pormenores de la operación, concientes que pendía sobre ellos la implícita amenaza del canoso dirigente que, como un poseso, se masajeaba las sienes al tiempo que parecía decirles con la vista “¡derecho de admisión!”.
Fue en ese momento en el que Lucas sintió que debía hacer un sacrificio, por el grupo, por el club y por él mismo. Algo muy importante estaba en juego y entendió que esa era la oportunidad histórica de devolverle a la institución todos y cada uno de los momentos maravillosos que le tocó vivir con la roja y blanca puesta, cada triunfo, cada batalla ganada, cada epopeya en tierras lejanas, e incluso, cada lágrima de tristeza por las derrotas sin las cuales hubiera sido imposible dimensionar el verdadero valor del éxito deportivo, que en Estudiantes fue siempre hijo de la humildad y el esfuerzo colectivo. Corrió su silla intempestivamente con el impulso de sus piernas y, poniéndose de pie, solicitó el pegamento con un enérgico movimiento de su mano derecha, tan convincente y decidido que sobresaltó al resto. Beto colocó la cajita amarilla en su palma tal como el instrumentista lo hace con el bisturí hacia el médico, y recuperó la posición, expectante como los otros de lo que iba a pasar. Entonces Lucas pidió a Mencho y a Santi que sostuvieran firme la base, al tiempo que él trepaba a su silla para ganar altura, la suficiente como para poder maniobrar cómodo. Estudió por unos instantes las distintas perspectivas, hizo varias pruebas de posición, y al fin, colocó una muy medida cantidad de pegamento en ambas superficies y las unió. Limpió los bordes con una pequeña gamuza húmeda y tomó distancia mientras largaba una gran bocanada de aire contenido. No volaba una mosca, y el silencio era levemente alterado por el ladrido de “Tom”, el perro de Beto atado en el jardín delantero de la casa.
“Ya está”, dijo al tiempo que se dejaba caer en la silla de mimbre. Los demás resoplaron exhaustos mientras pasaban sus manos cariñosas por el pelo y los hombros de Lucas, luego de comprobar desde todos los ángulos, que no se notaba en absoluto la quebradura del pequeño jugador. Si no hubiera sido por la parrilla y los banderines que colgaban de las paredes, cualquiera diría que se trataba de la sala de control de la NASA luego del alunamiento de Armstrong y compañía.
Los dirigentes no esperaron ni cinco minutos, y con cara de pocos amigos, colocaron sobre la Copa una franela color violeta que hasta ese momento pasaba inadvertida en uno de los rincones del quincho, e iniciaron la retirada sin saludar a nadie. El hermano del Beto, el canoso, se perdió por el parque con la carga y el otro, aún aturdido por el desmayo, demoró algo más en llegar a la puerta y cuando al fin lo hizo, giró el cuerpo, les apuntó con el dedo y disparó: “…y ya saben: si quieren seguir yendo a la cancha, de esto, nada a nadie. A na-die!”, poniendo el énfasis en la última palabra, a la que separó en sílabas como hacen los padres con los hijos. De más está decir que ninguno se atrevió más que a aprobar en silencio con la cabeza, y el más osado susurró un nada convincente “vaya tranquilo, Don”.
Lucas miró a su alrededor y no lo podía creer, el ambiente era de sala de espera de una terapia intensiva. Alguien tiró un chiste sobre Gimnasia como para distender, pero apenas logró arrancar una leve risita entre dientes. Víctor propuso hacer unos chorizos el sábado como para levantar el ánimo, pero nadie le dió pelota. “Bue, a apolillar que mañana se labura” sentenció Santiago mientras se paraba, y ninguno le discutió la máxima. “Haceme acordar que lo reviente a ese hijo de puta el domingo”, dijo Bichi jugando con las llaves del auto, ya de camino a la vereda. Estaban exhaustos por la tensión de lo vivido, tanto que ni siquiera repararon que de los nervios se les había ido el pedo a todos.
El aire fresco de la puerta pareció despabilarlos un poco más, y mientras se despedían apareció alguna de esas cargadas pavotas que solo los grandes amigos pueden permitirse sin falsedades. No había un alma en la calle, como siempre en La Plata a esa hora de un dia de semana.
Lucas encaró el auto, distante unos veinte metros de la casa del Beto. Abrió la puerta y entró tiritando. El rocío estaba espeso. Se quedó unos instantes pensativo, hasta que un agudo golpe en el vidrio del acompañante lo sobresaltó. Era Mencho, que sostenía su bicicleta con una mano mientras con la otra le hacía el inequívoco gesto de abrir la ventanilla.

“Viste, al final no era verso: la copa la levantamos entre todos”.

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