22.12.06

Los Muertos


A cinco años de los hechos del 19 y 20 de diciembre, este es mi humile homenaje a los casi 40 argentinos caidos.



*1

Que distinto se veía todo desde el suelo. Las copas de los árboles parecían infinitamente lejanas, movidas apenas por la tenue brisa de diciembre. El cielo abarcaba ahora casi todo, incluso la ropa de ese hombre que agitaba los brazos frente a su cara. Era enorme el hombre. Y la mujer con el vestido verde también, y el chico de la gorra, y el gordo de rojo. Todos. Eran gigantes, vistos desde ahí, desde esa agradable sensación de comodidad que lo invadió en el instante eterno, desde ese paraíso sin tiempo donde no había nada que decidir, sólo estar. El calor del asfalto contra la mejilla lo reconfortó, al tiempo que una mano generosa le acariciaba el cabello húmedo. La risa de Miguel volvió a rebotar en su cabeza y el pensamiento luchó por entender la razón de ese momento, pero había una fuerza desconocida que se lo impedía.
La misma fuerza que lo invita a cerrar los párpados que, extrañamente, pesan ahora más que nunca.


*2

No entiende por qué, pero ahora está con Zulma en la casilla. Ella lo mira a los ojos, lo escruta, le endereza la mirada perdida y le busca la boca con sus labios. El no se resiste y deja hacer. Ella juega con su lengua, le lame la boca, después la barbilla, para terminar en la oreja izquierda. Juega con el lóbulo un rato y se aparta sorpresivamente. El la mira impaciente pero callado, al tiempo que descubre que el temblor ha desaparecido. Tambíen nota sin mirar que la erección es evidente bajo la suave tela del joggin gastado. No tiene tiempo de avergonzarse, porque ella se saca el buzo de un movimiento y deja a la vista de una sucia luz de lámpara sus pezones rosados. Era la primera vez que veía unas tetas tan de cerca, exceptuando las de Doña Coca, que tenía la costumbre de cambiarse con la ventana abierta para que los pendejos del barrio la miraran. Pero esas eran viejas y caídas, en cambio las de Zulma eran redondas y paradas, no muy grandes, pero firmes.
Marito abandona su posición estática y se acerca, le envuelve la cintura con un brazo y con el otro le toma el rostro. La besa largamente y ella lo empuja luego para abajo, le ofrece su pecho orgulloso. El lame sus pezones con detenimiento y ella gime bajito. Después desciende despacio, retira la molestia del pantalón, desliza con delicadeza la bombachita blanca y hunde su incipiente bigote en la poblada superficie púbica de Zulma, que lo mira extasiada desde lo alto. Ahí ella se precipita y le arranca la ropa a Marito. Primero, lo de arriba, después el joggin y por último el calzoncillo. Le toma un brazo y lo arrastra con furia a la cama deshecha.

Una hora despúes, caminan juntos por una de las callejuelas de la villa. Marito estaba un poco enojado porque Zulma no quería saber nada con que los vean de la mano y eso a él le parecía un desprecio. Ella dijo que era por el Tito, que hacía poco que habían cortado y que se podía encular, pero él no le creyó nada. La verdad era que le daba verguenza que la vieran con un pendejo de catorce, justamente a ella, que había andado con todos los capitos del barrio. Igual a Mario no le importó. Se sentía muy bien, como liberado de una pesada carga. No veía el momento de contarles a los pibes. Ya se imaginaba la cara del Tocha y de Miguel. Cuando se enteraran que se había volteado a la Zulma, no le iban a creer, seguro. Ellos ya habían debutado hace rato, pero fue con pibas de su edad y media fuleras además. La Zulma era otra cosa, andaba por los veintitres y encima era un camión.
Después de caminar y charlar un buen rato, Zulma dijo que se tenía que ir pero que podían encontrarse al otro día a la tarde. Marito aprobó con la cabeza y estiró sus labios hacia adelante esperando aunque más no sea el pico de despedida. Ella miró disimuladamente hacia los costados y al no ver a nadie cerca le dió un corto e intenso beso en la boca y salió a paso rápido para la casa. Mario se quedó parado en el lugar, mirándola alejarse con una mueca de satisfacción dibujada en su cara de pibe y las manos en los bolsillos.
En el trayecto a casa trató de recordar lo último bueno que le había pasado antes de esa tarde. Cuando llegó a la puerta de chapa gris, aún no se le había ocurrido nada.


*3

Adalberto se paró en silencio y caminó despacio hasta el sofá principal de la sala. Miró unos instantes el parque, aspiró su pipa, y se dejó caer pesadamente en los mullidos almohadones, al tiempo que exhalaba una espesa nube de humo blanco. Así se quedó un buen rato. Los otros ni se inmutaron y comenzaron rápidamente una conversación sobre las bondades del vino andaluz. Ya estaban acostumbrados a los arranques de su amigo, tanto, que lo ignoraban por completo. Sabían que Adalberto detestaba perder, más, como decía él, en ocasiones donde la derrota era evitable. Y es cierto que ese día el ingeniero Arregui, su ocasional pareja de cartas, no había puesto demasiado empeño en la partida, lo que hizo que Pipo y Galván los vencieran sin más trámite. Ellos se tomaban la partida semanal como un respiro del trajín diario y se burlaban del empeño de Adalberto por no perder jamás. El, en cambio los acusaba de mediocres, afirmación que lograba solamente alimentar en sus compañeros la bateria de chanzas sobre su mal tino.
Se habían pasado casi tres horas jugando y la noche ya lucía bien entrada en el Buenos Aires Golf. Los cuatro hombres se reunieron en el restaurant del club y pidieron una picada completa. Luego estuvieron diez minutos discutiendo que vino pedirían y decidieron echarlo a suerte. Cada uno eligió un número inferior al diez y le solicitaron a la moza que dijera uno al azar hasta que coincidiera con alguno de los escogidos. Arregui resultó el agraciado y pidió el blanco de siempre. Mientras esperaban, alguien tiró el tema de la selección y se engancharon rapidamente a debatir si tenía que jugar Crespo o Batistuta adelante. Como siempre Pipo sacaba pecho y opinaba como un erudito, apoyándose en la admiración que despertaba en los otros el hecho de haber llegado a la tercera de River y de haber compartido dos entrenamientos con el Beto Alonso, El Pato Fillol y otros próceres de época. No era mucho, pero entre hombres de escasa historia deportiva, alcanzaba para evocar respetuosos silencios ante su estudiada prédica de profeta de la redonda. En esta ocasión defenestraba al técnico Bielsa por su rigidez de conceptos, posición que, según Pipo, lo conducirían junto al seleccionado, al inevitable fracaso. Adalberto pensó que tal afirmación era terriblemente idiota, teniendo en cuenta la facilidad con la que la albiceleste transitaba la eliminatoria mundialista. A pesar de ello no se atrevió a contradecir a esa especie de Sanffilippo venido a menos que era Pipo, y como siempre, se limitó a aprobar con una mueca silenciosa.
Ya en la comida, a alguien se le ocurrió tirar el tema político. A los acostumbrados comentarios sobre la ineptitud presidencial le siguieron las especulaciones sobre la marcha de la economía y los corrillos del poder, los cuales tenían siempre la claridad para ver complots en las sombras. Galván estiraba el cogote y largaba su metralla conceptual, aprovechando un poco sus naturales conocimientos en la materia y otro tanto el atropello de su soberbia intelectual. Alguna vez supo militar en el peronismo en los oscuros días del brujo, peró después se borró un tiempo largo hasta que “el compañero Carlos”, como le decía a Menem, empezaba a transformar en recuerdo las promesas electorales y a cumplir los pactos financieros. Ahí fue convocado, junto a otros economistas del palo, a actuar como una especie de consultor extraoficial del estado en cuestiones varias. En esos días César Galván se debatía en la desesperación de su bancarrota personal, luego de que la pequeña cadena de supermercados que regenteaba en Munro colapsara con la hiper que empujó a Alfonsín a la renuncia. Curiosamente, o no tanto, su situación dió un vuelco en pocos meses y hoy era uno de los tipos más poderosos de la ciudad. La cuestión era entonces clara: el rey debía volver al trono y sus súbditos bregaban incansablemente por ello. La imagen de preso político era el slogan que más les gustaba a los operadores del riojano y Galván no se cansaba de repetir que ‘Carlitos’ era la víctima, el pato de la boda de la miopía de un gobierno desgastado.
Entusiasmados con la discusión, los cuatro hombres no repararon en lo tarde que era hasta que Pipo se paró de golpe y avisó que se iba. Los demás siguieron el ejemplo y comenzaron a recoger los abrigos. Al salir al parque, donde descansaban desde temprano los autos, se detuvieron un momento más para despedirse, y fue ahí, entre apretones de manos y palmadas en el hombro, cuando Adalberto deslizó la posibilidad de un golpe. Sus compañeros lo miraron con cara de nada y el único que atinó a algo fue Arregui, a quién no se le ocurrió más que bromear sobre las incomparables ventajas del orden. Las últimas palabras del ingeniero fueron acompañadas por el ruido que provocó la puerta del auto de Galván al cerrarse.


*4

A veces Mario se despertaba solo en medio de la noche y no se dormía más. Depositaba la mirada en un punto perdido de la oscuridad y trataba de acordarse de su madre. Tenía cuatro años cuando ella murió y desde aquel momento infantil no se la podía sacar de la cabeza. Pero más que su figura regordeta, rebotaba en su mente la voz, suave, fluida, gentil. Aquel acento correntino de su Esquina natal flotaba en la cabeza de Mario y cobraba verdadero impacto cuando descansaba en esas dos palabras que tanto extraña ahora: mi gurí. Entonces ahí llora. Y es curioso, porque no es de lágrima fácil, pero inevitablemente en las veladas privadas con mamá Estela le brotan de adentro, muy de adentro, los dolores de la ausencia. De tantas palabras sin respuesta.
Pensando en todo eso lo agarra a veces el gallo de Ignacio y se putea a si mismo por no haber dormido nada. Se incorpora lento, se viste, se calza las alpargatas y prende la hornilla. Pone el agua para el mate y se sienta en el banquito de mimbre a esperar a que el viejo reaccione. Cuando esto pasa, Mario ya le está dando las primeras chupadas al amargo con la mirada puesta en el catre de enfrente, atento como el cazador con la presa. A Don Pereira, como lo conocen en la villa, le está costando cada vez más levantarse. Ya no es un pibe, y los casi sesenta años de esfuerzos desmedidos han hecho mella en el menudo cuerpo del hombre. Se enjuaga la cara tres veces, se pone la camiseta de algodón, la infaltable boina azul y se sienta junto a su hijo, que ya lo está aguardando con el brazo extendido y la humeante ofrenda en la mano.
No hablan casi. Pereira canturrea un tango, mientras su pibe dibuja monigotes en el piso de tierra. De lejos llegan las primeras cumbias del día. Mario se asoma a la calle, tirita un poco, y empuja su cuerpo al exterior. Desata el carro, ajusta la rienda y se entretiene acariciando al Leopoldo, puro hueso ya el pobre. Cuando Pereira sale, su hijo pega un salto ágil y trepa al desvencijado aparato que cruje bajo el peso de los cuerpos. El más joven de los hombres ayuda al mayor, quien ya a bordo toma el control de la extraña nave, la que ahora despega abriéndose paso entre la multitud de perros que saludan su partida. Así es cada comienzo. A veces Mario piensa que nunca hubo un ayer, y que están eternamente despertando el mismo día, una y otra vez.
Por eso prefiere los sueños.


*5

Adalberto sabe que no tiene necesidad de ir. Sabe que Emilio es eficiente, que tiene todo bajo control y no lo quiere dando vueltas por el negocio. Pero él no se acostumbra a la vida de jubilado virtual que le propuso el médico, desde que en julio le dió ese patatús que casi lo pasa a retiro definitivo. “Mierda me van a retirar”, pensó mientras sorbía el capuccino y escuchaba las noticias de las ocho.
El señor Aranguren, como le llamaban sus empleados, tenía una concepción dura respecto a la relación patrón-empleado. Sostenía que mientras la paga fuera buena, el empleado debía someterse a todos y cada uno de los dictámenes del dueño, sin chistar jamás. El primer problema entonces, era evaluar desde que punto de vista los salarios de “Electrhogar SA” eran los justos. En realidad la paga no distaba de los valores normales del mercado, pero a ojos del dueño sus empleados eran sin dudas afortunadísimos de trabajar para él. Así se sucedieron, en los veinticinco años de la firma, carradas de disputas legales y de las otras. Adalberto entendía esto como gajes del oficio, pero la aparente dureza externa se transformó con los años en un problema cardíaco crónico, que estalló en julio, cuando un tal Miranda, empleado del departamento de ventas, se cobró dos sueldos atrasados llevándose para siempre varias unidades del nuevo modelo de grabadora de minidisc que lanzó la Sony para el invierno. El preinfarto le valió al patrón doce días de internación y visitas semanales al médico en los dos meses siguientes. Por supuesto que a Miranda no lo vieron más.
Pero ahora se sentía como un nene. Eso sí, estaba preocupado por los kilos que había engordado en los dos meses de parate. Cuando salía de la casa, se plantó de perfil frente al espejo del living y palpó su abdómen bajo la impecable camisa de seda italiana, regalo de Isabel para el último aniversario de casados. Hizo un gesto de contrariedad y siguió camino al auto. Se sentó y pensó que el domingo era un buen día para arrancar a trotar.
Giró la llave y el Mercedes murmuró su música. Ese auto era una de sus posesiones mas queridas. Se lo había hecho traer especialmente de Alemania cuando las restricciones a los importados eran tan escasas como irrisorias. Lo cuidaba como un hijo, y no permitía que lo tocara nadie. Los domingos, le dedicaba la tarde entera. Se refugiaba en la cochera y mientras escuchaba los partidos de San Lorenzo, se encargaba de hacerlo brillar como si fuera una gema. Era, sin dudas, su mayor orgullo.
Aquella mañana estaba bastante apurado porque a las nueve llegaba un pedido de televisores de nueva línea y quería supervisar que todo estuviera en orden. Trataba de evitar los semáforos pero en las avenidas se hacía imposible, y él no era amigo de pasarlos por alto. Fue en uno de ellos donde al detenerse, un chico se acercó para lavarle el vidrio. Adalberto se apresuró a señalarle que no lo haga, pero el pibe insistió. No tendría más de doce años y lucía muy desarrapado, usaba gorra y unas zapatillas de lona gastadas. El pibe comenzó a hacer su trabajo sin darle importancia a los espamentos que hacía el dueño desde dentro, y en menos de un minuto lo tenía listo. Apresurado, y antes que cortara el semáforo, se aproximó a la ventana y sin decir palabra alguna, estiro su brazo con la palma hacia arriba en busca de la recompensa. Adalberto lo miró con bronca y le dijo que ni piense que le iba a dar nada por un trabajo que él no solicitó. “A ustedes lo que les falta es educación”, agregó después, justo un instante antes de que el nene le escupa la cara e inicie veloz carrera hacia el cordón. Cuando la furia buscaba la puerta, el semáforo cortó el rojo y escuchó las bocinas crepitar. Apretó el acelerador a fondo y salió como un bólido, acción que sin embargo le permitió ver al pibe sonreir, socarrón, desde la seguridad de la vereda. Mientras secaba su cara con un pañuelo, odió en silencio. En las cuadras restantes sus labios sólo repitieron una frase. “Negros de mierda. Negros de mierda. Negros de mierda.”


*6

Miguel aspiró profundo y con deleite. Al exhalar hizo aros con el humo y sus amigos le festejaron la rara habilidad. Era el único del trio que sabía el truquito y no dejaba pasar oportunidad de hacerlo recordar. Se entretuvo un poco más observando el pitillo entre su dedos sucios y el Tocha apuró el trámite:
- Dale la concha de tu madre-, dijo sonoramente mientras le arrebataba el cigarro de la mano. Fumó despacio y cuando largó el aire viciado estalló en reclamos. - Decime pedazo de forro, ¿no podías traer algo mejor? Para eso me hago uno con esto y me sale más barato-, dijo mientras acercaba a la cara de Miguel un manojo de yuyos que arrancó del suelo. El otro levantó los hombros, lo miró ofendido e intentó una respuesta, - ¿Que querés que haga che? ¿No viste como están las cosas? No es como antes loco. Si querés mejor merca hay que ponerse ¿O que te crees que la regalan?-. Miguel se sentó sobre una gran mata y escupió molesto sobre la chapa que yacía desde vaya saber cuando en ese cementerio de desperdicios. La flema se deslizó, lenta, hasta tocar la tierra.
Ese lugar del pastizal, era el refugio preferido de los tres amigos. Siempre que había algo que hablar, encaraban para allá y eran capaces de quedarse horas sentados entre los pajonales, discutiendo, dándose consejos y contando algún chiste nuevo. También, como aquella tarde de domingo, para fumar.
Miguel , el Miqui, era un poco el líder del grupo, el guía. El año y medio que les llevaba a los otros dos era una especie de título implícito que lo autorizaba a disertar sobre la vida y sobre los hombres tal como si fuera un sabio. Era, además, el que tenía encima las experiencias más fuertes. Entre sus hazañas estaban el haber debutado a los nueve años con la Irma, una prostituta paraguaya que vivía en la villa y que atendía todo tipo de necesidades masculinas. También había sido el primero que conoció el centro, la cancha de Boca y el cigarro. Y claro también, fue el primero que conoció un calabozo. Estuvo seis meses en un correcional de menores después de pegarle un tiro en la gamba a un almacenero que se resistió a un afano. El otro, el Julio, un tipo grande y con experiencia, logró rajar a tiempo, pero él se patinó cuando quiso saltar una pared. La paliza que le dieron los milicos en la comisaría fue de novela .Le valió cinco días de internación y una cicatriz eterna sobre su ojo derecho. Lo condenaron a cinco años, pero a los seis meses pudo escapar. El, jura que el tiro se le escapó, aunque admite sin dudar que si lo hubiera tenido que limpiar, lo limpiaba.
Marito, es en cambio el más inexperto. Su temperamento introvertido lo convertía un poco en el benjamín del equipo, a pesar de que por edad, es el segundo después del Miqui. No hablaba mucho, por eso cuando lo hacía, sus compañeros lo escuchaban con atención, aunque algunas veces se burlaran de su voz, que no terminaba de definirse entre la del niño que se había ido y el hombre que aún no llegaba. Pero esa tarde ambos esperaron expectantes el anuncio que estaba por hacer.
- Me cogí a la Zulma-, dijo, serio.
- Dejáte de romper las bolas gil-, dijo el Tocha mientras inclinaba su cabeza para un costado y acompañaba el movimiento levantando uno de los lados de su boca.
- En serio boludo - continuó Mario - se la dí en la casa.
- Y ¿desde cuando te ves vos con la Zulma vos?- siguió desconfiado Tocha -, porque que yo me acuerde nunca dijistes nada vos.
- No me veía, tarado, fue todo de golpe- se ofuscó Mario -. El lunes volvía con mi viejo de la recorrida y cuando voy a atar al Leo pasa y se me pone a hablar. Me chamulló un rato y terminó diciéndome si no le arreglaba la pata de la cama que se le había roto. Yo no sé un carajo de arreglar camas, pero igual me mandé. La cuestión que allá la mina me dijo que era todo mentira y que en realidad estaba caliente conmigo.
- ¿Y? - preguntó Miguel impaciente.
- Y nada boludo, me la cogí.
- ¿Así de fácil che? - insistió Miqui, todavía no muy convencido.
- Si nabo, y en la semana me la curtí dos veces más.
- Miralo al Mario, loco - festejó Tocha dirigiéndose a Miguel - Buen culito para el debut ¿no?.
- Bien chabón, te felicito. Ahora sos un hombre hecho y derecho - ironizó Miguel.
- ¿Por que no me chupás la pija , boludo? - preguntó Mario sonriendo timidamente.
- Eh loco, recién empezás y ya querés pete también. Hay que ir despacio che - bromeó Miqui palmeándolo en la espalda.

La tarde caía en la villa y los amigos se despidieron. Cuando Mario no había hecho ni diez pasos oyó que lo chistaban. Cuando volteó lo vió al Miguel que le hacía un gesto de aprobación con el pulgar hacia arriba, acompañado con un guiño de ojos. Marito sonrió y lo saludó con la cabeza.
Fue la ultima vez que vió a Miguel.


*7

El silencio se adueño de la mesa. Luego, lentamente, fue ganado por el ahogado sollozo de Eugenia que, desconsolada, hundía el llanto en el hombro de su madre. Isabel, acariciaba el cabello de su hija mientras dirigía una mirada de condena a su marido, que masticaba impertérrito un pedazo de vacio.
Ese domingo los Aranguren festejaban los diecisiete años de Eugenia con una reunión intima. La jóven no había querido fiesta, pues prefería compartir con su familia ese momento especial que sería aprovechado para presentar al primer novio oficial. El muchacho resultó ser encantador para todos, incluso para Adalberto, quién celebró con particular interés el hecho de que el pretendiente fuera hijo de un matrimonio de australianos que estaban en el país desde la época de Lanusse. Emilio preparó el asado, que como siempre le salió exquisito, y en la comida todos se divirtieron escuchando las mentiras de Adalberto y el tío Saúl sobre sus cacerías patagónicas . Hasta ahí todo iba bien, pero la cuestión se puso fea cuando Wilbur, tal era el nombre del muchacho, comentó muy suelto de cuerpo los planes que tenían con Eugenia para viajar en el corto tiempo a Sidney, lugar de donde eran originarios sus padres. Desde la cabecera, Adalberto miró incrédulo a Wilbur y se rió con ganas, para luego preguntar si todos los australianos eran tan pelotudos como él. El joven lo observó extrañado y le pidió que se disculpara por sus dichos, a lo que el señor Aranguren, como lo había llamado Wilbur desde el principio, respondió parándose de la silla e indicándo la puerta de calle, todo ante la mirada atónita de Eugenia y los demás comensales. Wilbur apretó las mandíbulas, saludó con un rapido movimiento de su mano derecha, recogió su campera y salió sin hacer comentario alguno. Adalberto se sentó y sin inmutarse en lo absoluto, continuó comiendo.
Ese fue el final del cumpleaños. Eugenia se paró bruscamente y salió corriendo para su pieza, atrás se fue la madre y en la mesa se hizo casi imposible hilvanar una conversación. El tío Saúl intentó apaciguar las aguas con un comentario futbolero, pero casi nadie le siguió el ritmo. Terminaron de comer en silencio y la abuela Carmen pidió que la alcanzaran a su casa. Junto a ella los demás familiares se fueron yendo y en pocos minutos, Adalberto se encontró sólo con su hijo mayor. Emilio le pidió que saliera un rato y le prometió que tratariá de hablar con su hermana para hacerla entrar en razón. Su hijo nunca le había fallado. Sintió un gran orgullo por él, y le y aceptó el consejo. Hizo un llamado telefónico y salió.
Tocó bocina y Aldo salió, como siempre, vestido deportivamente. Adalberto pensó que se veía ridículo en esos pantalones bolsudos que usaba, pero también consideró un mérito el hecho de hacer lo que quería sin importarle el que dirán. Aldo abrió la puerta,tiró su bolso en el asiento de atrás y se sentó pesadamente en la butaca del acompañante. ¿Así que te peleaste con tu hija?, comentó jocoso restándole importancia al hecho. Luego se dedicó a escuchar el relato de su amigo, mientras no dejaba de sonreir. A Adalberto le molestaba esa actitud y se preguntaba como hacía para pasarla tan bien, aún en los momentos más serios. En realidad lo envidiaba.
Cuando llegaron al polígono de tiro de Lanús, promediaba la tarde. Ambos solían reunirse allí cuando tenían ganas de disparar un rato. Adalberto, usaba el tiro para descargar las tensiones del negocio y como ahora, las de casa. Empuñar el arma era algo que lo exitaba sobremanera, como si se hiciera gigante, invencible, poderoso. Para Aldo en cambio, disparar era algo más familiar.
Aldo Gómez era un oficial retirado de la federal. Despúes de una carrera sin sobresaltos, fue nombrado comisario en la época de Camps y tuvo a cargo una de las comisarías con más movimiento de la capital en los años de fuego de la Argentina. Cuando Alfonsín juzgó a las juntas, le tocó ir a prisión junto a muchísimos policias y militares. Siempre decía que fueron años difíciles pero provechosos desde la experiencia. Despúes la historia conocida, la obediencia debida y la libertad. A su salida se había dedicado al negocio de seguridad, y puso una agencia en pleno corazón de Belgrano. Los primeros años fueron duros, pero con el crecimiento de la delincuencia en los noventa el mercado se amplió notablemente, igual que sus ingresos. Entonces fue que lo conoció a Adalberto, cuando éste se llegó a la agencia con la idea de colocar vigilancia en el negocio. Aldo lo asesoró sin problemas y lo que al principio era sólo una buena relación se transformó en una gran amistad.
Esa tarde, Adalberto Aranguren no le pegó a nada. La cara de Eugenia se le apareció por todos lados y no lo dejó tranquilo un segundo. Le dolía el dolor de su nena, pero no iba a aflojarle ni un poquito. Que se creía esa pendeja, a los diecisiete años. Y el otro mejor que no volviera a aparecer si no quería que lo saque a tiros.


*8

Ese día Mario se levantó con un intenso dolor en el estómago. Don Pereira dijo que sin duda era un empacho y él no le creyó nada porque siempre decía lo mismo, así fuera dolor en un talón o tos, el diagnóstico del padre era siempre el mismo: empacho. Pero cuando desataba al Leopoldo empezó a entender todo.
A lo lejos vió venir a Daiana, una de las primas de Miguel. Caminaba sola y muy lento hacia donde él estaba. Mario se hizo visera con la mano pues el sol ya asomaba y le daba justo en los ojos. A pesar de eso, le pareció ver que lloraba. Cuando estaba practicamente a su lado se adelantó a su encuentro y la chica estaba como en un ataque de nervios y lágrimas. El no sabía que hacer o decir y simplemente la tomó de ambos brazos y le pidió calma. Entrecortado por los sollozos repentinos, pudo comprender su dolor de estómago. Miguel, Miqui, su amigo, había sido abatido por la policía luego de un asalto. En ese instante, todo se volvió negro en el interior de su alma. Su pensamiento se obnuviló y sólo disparaba flashes que eran recuerdos de la cara de Miguel, de sus gestos, de sus bromas permanentes, de su risa eterna. Mario siempre le envidió eso, la risa, Era espamentosa, ruidosa y profunda. Sí, profunda, salía bien de adentro, se podía decir que Miguel se reía con los pulmones, con las vísceras, con el corazón. Siempre le envidió la risa al Miqui.
Se abrazaron y lloraron a mares. Marito no podía articular palabra. El shock emocional fue demasiado para él, tanto que casi no le permitía moverse. Se arrastró por las calles de tierra, que hoy eran barro para sus pies. Lo subieron a un auto y de un momento a otro le pareció que estaba en otro lugar, un poco más fino que la villa. Lo bajaron prácticamente a la rastra y sus ojos vieron luces y más luces, unos pasillos, una sala, y todo el dolor junto en los ojos de Doña Juana, la mamá de Miqui. En ese momento por primera vez reparó en los demás, los reconoció a todos. Pasó entre ellos y su camino se detuvo en la madera lustrada. La mirada tardó en llegar a su cara, pero al fín la vió. Un gesto de gozosa paz llenaba sus labios sin vida y su boca parecía querer decirle algo, un último consejo quizás. Apretó los ojos bien fuertes, le tomó las manos y esperó. Entonces escuchó como la carcajada de Miguel le pasaba por dentro, lo invadía, lo complacía. Y por fín entendió la verdad, de por qué Miguel se reía así, ahora más que nunca. Ese día comprendió que la muerte a veces podía ser mejor que la vida, que esa vida. Sintió que no morir, no era igual a vivir.
Ese día Mario, el amigo de Miguel, supo que los muertos eran ellos.


*9

¡Este tipo es un pelotudo! Los gritos de Adalberto resonaban por toda la casa. La situación social había estallado el día anterior, con saqueos a comercios, represión y caos generalizado. El dueño de Electrhogar SA, sentado a la mesa de su cocina y con los diarios en la mano no podía entender la falta de reacción del presidente. Y por primera vez en muchos años sintió temor. Temor por su empresa, su capital, su vida misma. La paranoia apocalíptica típica de su clase se había adueñado del cuerpo, tanto, que notó como sus manos habían empezado a temblar. Se bañó y afeitó a las apuradas y salió para el negocio, temiendo que lo peor aún estaba por llegar.
En el camino vió a las muchedumbres en las calles y recordó algo que no vivió sino por el relato de su padre; el 17 de octubre del 45. Las personas caminaban hacia Plaza de Mayo, como arrastradas por un tipo de fuerza convocante secreta, misteriosa, que nada tenía que ver con la política. La bronca contenida traducida a la acción era ese día violencia y destrucción en algunos, desinnibida actitud de desafio al poder, en otros.
El Mercedes se abrió paso como pudo y Adalberto pudo apreciar miradas acusadoras en los transeúntes. Sintió entonces él también una pavura extraña, premonitoria. Al llegar a la esquina de Electrhogar creyó desfallecer al ver como un hombre corría de adentro hacia afuera con un televisor entre sus manos. Atrás de él, una mujer gorda y de rasgos aindiados se escabullía con una tostadora, al tiempo que dos chiquitos se disputaban una Playstation gris claro. Ya frente a la puerta las palpitaciones le aumentaron el triple y creyó morir cuando vió a Emilio llorando desconsolado, perdido entre la turba enceguecida. Y cuando vió al tipo con el aerosol en la mano, ya había arrancado el auto. Lo último que llegó a ver en letras rojas sobre la vidriera revolvió aún más su orgullo herido: “Aranguren ladrón del pueblo”.
Con los ojos inyectados de ira, tomó su teléfono celular y marcó un número.


*10

Don Pereira pensó que no tendrián que haber salido esa mañana. Leopoldo estaba muy asustado por las explosiones que se escuchaban venir de la zona del centro y estaba meta corcovear. También Marito estaba inquieto, nervioso. A cada rato preguntaba a su padre que estaba pasando y este no sabía que decir. La desazón estaba en los rostros de cada una de las personas que veían. Algunas viejas cuchicheaban en las veredas, unos hombres miraban al cielo con las manos en los bolsillos, y otros parlamentaban casi a los gritos sobre culpas y culpables. Los chicos jugaban.
No sabe por qué, pero cuando Don Pereira vió saltar a su hijo del carro y correr como un poseso hacia la 9 de julio, no atinó a hacer nada para impedirlo. Sólo lo miró alejarse, hasta que sus ojos desgastados y el humo espeso que se elevaba hacia el cielo de Buenos Aires, lo transformaron en una mancha más entre las miles que rodaban por las calles.

Increíblemente Mario no tiene miedo. Siente el peligro, puede tocarlo, olerlo. Pero no tiene miedo. Se refriega la cara con los brazos una y otra vez pues algo le pica en los ojos, que no pueden parar de expulsar lágrimas. Se quita la remera y la ata alrededor de su cara, como los demás. Esos, todos, se agachan y juntan. Tiran, escupen, corren, escapan, vuelven. Los otros tienen armas y apuntan. Y tiran. Cerca de ellos, tipos como cualquiera también disparan contra todos. Se bajan de unos autos y tiran. Los otros avanzan con sus moles y bestias. Un hombre se desploma de pronto cerca de Mario. Es bastante mayor, “como papá”, piensa Marito. Las convulsiones invaden el cuerpo del hombre por un momento, pero no tarda en quedar inmóvil. Un hilo de sangre sale de su boca. Entonces Marito se agacha, recoge una piedra y la aprieta tanto en su mano que cree haberse cortado. Levanta la vista y se dispone a tirar. Prepara el brazo derecho y en el instante mismo en que va arrojar el proyectil, un calor insoportable se adueña de su torso desnudo. La piedra nunca saldrá de su mano derecha. El golpe de la cabeza en el asfalto es fuerte, pero no tanto para desmayarlo. Ahora el calor se transforma en ardor. Lo que eran gritos ahora son susurros.
“¡Quedate quieto pibe! Tranquilo por favor.”
Miguel ríe otra vez. ¿Donde estás Miqui?


*11

Hola, si! La voz de Aldo suena agitada al otro lado de la línea. De fondo se escuchan disparos, sirenas, gritos. Adalberto trata de armar una explicación minimamente coherente. Le cuesta una enormidad, es una bola de nervios. Su amigo lo interrumpe, le explica que esta en medio de un kilombo infernal. Antes de cortar le dice donde está, y que lo busque.
El Mercedes recorre un trecho más antes de ser abandonado con llave y todo por su dueño, que ahora camina como un zombi entre la turba. Las balas le zumban cerca del oído, los gases ya han comenzado a hacer su efecto, pero continúa su paso. Milagrosamente cruza la linea de fuego sin siquiera haberle rozado una piedra y ya está junto a los policias. Dos oficiales se acercan peligrosamente hacia él y cuando uno de ellos levanta su bastón para impactarlo, un grito de alto lo detiene. Aldo sale, ágil para su peso, de atrás de un Corsa gris y les informa a los agentes que no hay peligro, que él se encarga. Después de preguntarle varias veces si estaba loco, lo empujó a parapetarse tras un móvil. Las pedradas no cesaban y Adalberto pudo ver a varios agentes con heridas en sus rostros. Aldo apoyo su brazo en el capó y disparó varios tiros. En ese momento una piedra golpeó uno de los vidrios laterales de la camioneta y lo hizo estallar en mil pequeños fragmentos.
Adalberto sentía que su corazón estaba a punto de estallar. Se tocó la cara y se asustó al comprobar que hervía. La presión sobre sus ojos hinchados era casi insoportable. Los músculos del rostro estaban tan duros que apenas podía mover sus labios. Fue entonces que vino a su mente la sensación de placer que le causaba disparar. Casi como un autómata le pidió a Aldo un arma. El ex comisario dudó un segundo, tras el cual sacó un revolver de su cinturón y se lo entregó. Antes de poder preguntarle si estaba seguro de querer disparar, Adalberto ya se había parado y apretaba el gatillo como un loco, y sólo despues de haber vaciado el cargador entero hacia la multitud, se volvió a agachar. Aldo lo miró asombrado y no se atrevió a decir nada, mientras Aranguren repetía mecánicamente las mismas palabras:
- Se la dí a uno Aldo, se la dí a uno.

El avance repentino de la turba obligó al repliegue de las fuerzas de seguridad. Aldo lo tomó a Adalberto de las ropas y lo arrastró hasta un auto. La situación se había tornado incontrolable y Aldo lo sabía. Largó una puteada al aire y apretó el acelerador a fondo.


*12

La imágen vuelve todo el tiempo. Le martilla el cerebro, se lo exprime. La cara de ese muchacho es como una ráfaga de luz que enceguece, flashes poderosísimos que penetran sus entrañas y las cortan sin piedad. Una y otra vez el cuerpo menudo se sacude ante el impacto y vuelve a caer de bruces sobre la calle inhóspita. Y en cada caída duele más.
¿Qué puede hacer entonces? Nada. Absolutamente nada. No hay solución para él. Su condena es eterna. Su condena no conoce los límites físicos, duele más que cualquier tortura.
Es entonces que comprende que nunca más podrá dormir. Que la fuerza extraña que lo invade y lo martiriza estará ahí por siempre.
Es entonces que comprende que está muerto.

Mayo-junio 2002

2 comentarios:

Anónimo dijo...

POR DIOS AMIGO LUPA. VUELVE A IMPRESIONARME. BRINDO POR ESO.
SALUDOS

PD: DISTINTAS CARAS,PUESTAS POR MI,OCUPARON SUS PERSONAJES.
NO SE SI ES SUERTE O NO. CONOZCO LAS FACCIONES DE LOS DOS BANDOS.
FELEICITACIONES

POR TODO

EL COLECCIONISTA

gemmacan dijo...

Esto se merece un comentario aparte.